Vívelo Tú es un programa juvenil que transmite el canal venezolano ViVe de lunes a viernes a las 6:00pm.
martes, 28 de abril de 2015
(VIDEO) De lo que tod@s quieren hablar: Infecciones de transmisión sexual
lunes, 27 de abril de 2015
(Video) Dímelo Tú!: "Escenógrafo"
"La música de los domingos" de Liliana Heker
Nuestro gato lector "Librito de la Mancha" nos hace una nueva recomendación. Esta vez se trata de un cuento que va sobre la pasión que despierta el fútbol. Disfrúntenlo, porque leer dispara la creatividad y alborota la imaginación!!!
LA
MÚSICA DE LOS DOMINGOS
Liliana
Heker
A Gonzalo Imas
Si es por música, entonces, no se podía quejar. Así que cuando empezó con la letanía de “lástima la música” todo lo que hicimos fue comentar que estaba chiflado y no darle más vueltas al asunto. Hasta que una tarde el tío Antonito, que ya estaba harto de tanto Corsini y sobre todo estaba harto de que el viejo, cada vez que lo veía aparecer, le cantara aquello de Tenemos un arquero que es una maravilla, ataja los penales sentado en una silla, perdió la paciencia y, apenas escuchó “lástima la música”, le dijo: ¿Contra qué música está refunfuñando, viejo?, si acá la única música que se escucha todo el día es la que usted. Pero el viejo no lo dejó terminar; levantó la mano con autoridad para que se callase y, como sobrándolo, le dijo: No hablo de la música que se escucha, Antonito; hablo de la que falta.
Creo que si era por nosotros la historia se cerraba ahí mismo. Yo, al menos, reconozco que no sentí el más mínimo interés en averiguar cuál era esa bendita música que le faltaba al viejo; ya me estaba cansando de sus caprichos; no es muy grato para una mujer casadera quedarse junto a su abuelo hasta las doce de la noche vociferando los goles como una desgraciada sólo para que él se sienta acompañado. El tío Antonito lo expresó sin eufemismos: Si ahora viene con qué le falta no sé con qué música, que se vaya a buscarla a la concha de su hermana. Pero los mellizos no son de los que se rinden así como así. Lo volvieron loco al viejo hasta que un buen día les dijo: ¿Y qué música iba a ser la que falta? La música de los domingos.
Parece que poco a poco fueron entendiendo qué quería decir el viejo con “música de los domingos”, algo que en otros tiempos había estado en todas partes, dijo, y que se podía escuchar desde que uno se levantaba. Como una comunión o una sinfonía, parece que dijo, y que terminaba recién al caer la noche con la vuelta de los últimos camiones. ¿Qué camiones?, les pregunté yo a los mellizos. Pero la explicación casi ni la pude escuchar, tanto se reían los mellizos tratando de representar a unos camiones que hacían música.
A la otra semana se vinieron con la novedad: para el cumpleaños del viejo (caía domingo) le iban a regalar eso que él llamaba “la música de los domingos”; ya tenían apalabrada a la gente de la cuadra: todo lo que debíamos hacer era convencerlo al viejo de que esta vez el festejo iba a ser en la casa de los mellizos (viven en una especie de conventillo, por Paternal) y traer la comida; todo lo demás corría por cuenta de ellos.
Protestamos, claro, pero con los mellizos no se puede. Así que el domingo ahí estábamos con los fuentones, mamá, tía Lucrecia, tío Antonito y yo, esperando que llegara papá con el viejo. Los mellizos le habían encargado a papá que lo fuera a buscar lo más tarde posible, y papá cumplió, pero no fue una buena idea: el viejo llegó con un humor de perros, no saludó a nadie, y lo primero que dijo fue que ahora hasta los barrios eran una porquería. Ya no hay comunión, dijo, la gente no armoniza, y que hoy en día cada uno se rascaba para sí. No fue un comienzo alentador, y lo que siguió fue peor. Yo, durante todo el almuerzo, me estuve preguntando qué hacía en este conventillo el domingo entero, todo por darle el gusto a un viejo fabulador y desagradecido. Cuando llegó el café ya me había hecho la firme promesa de que éste sería el último domingo que pasaba con el viejo (y en realidad lo fue). Tal vez todos estaban pensando lo mismo porque de pronto nos quedamos en silencio. Y fue en medio de ese silencio que, desde la ventana, llegó el sonido de la radio. Transmitía, con un volumen más alto que el habitual, algo que me pareció el clásico de Avellaneda. Ves, abuelo, ves que teníamos razón, dijo uno de los mellizos; ¿ves que en los barrios todavía se puede escuchar la música? El simulacro había empezado. Nos miramos con resignación porque ya sabíamos por los mellizos lo que nos esperaba: varias radios a buen volumen transmitiendo distintos partidos detrás de las ventanas, dos o tres muchachos en una puerta entonando el cantito que le gusta al viejo, unos chicos, en algún lugar bien audible, jugando un picado. Y nosotros, como idiotas, vareándolo al viejo. Qué música ni música, dijo el viejo; ¿vos acaso te creés que una golondrina hace verano? Ahí tuve ganas de mandar todo al diablo e irme, pero los mellizos como si nada, empezaron a porfiarle que no, que la música de los domingos no había desaparecido, que en los barrios aún podía escucharse con sólo salir a la calle. Y ahí nomás, como por casualidad, nos proponen que salgamos todos a dar una vuelta, a ver si no era cierto. Empieza el show, me dijo mamá en el oído, y el tío Antonito resoplaba de rabia.
Salimos todos, como en procesión, abriendo la marcha, los mellizos; detrás papá, tratando de tranquilizarlo al tío Antonito, después venía tía Lucrecia con el viejo. A mí, en el momento de salir, mamá me había agarrado de un brazo y me había dicho: Vení, nosotras dos separémonos un poco que esto es lo más ridículo que vi en mi vida. Así que veníamos atrás de todo.
Caminábamos muy despacio, siguiendo a los mellizos. Las radios se empezaron a oír enseguida. Una o dos desde enfrente, otra, a todo lo que daba, atrás de nosotros, algunas, todavía débiles, adelante. Del otro lado de un paredón se escucharon voces de chicos; decían pasámela a mí, decían dale, morfón. Tres muchachos sentados en el umbral de un portón, justo cuando pasábamos empezaron a cantar: Tenemos un arquero / que es una maravilla / ataja los penales / sentado en una silla / si la silla se rompe / le damos chocolate / arriba Boca Junior / abajo River Plate. Le miré el perfil al viejo; por primera vez en esa tarde me pareció que sonreía. De alguna casa llegó una ovación; el eco, en la calle, pareció extenderse. El griterío de los chicos del otro lado de la tapia se hizo más intenso, más pasional, como si ahora ya no se tratara de una representación sino de algo en lo que tal vez se jugaba el destino. La tarde se aquietó, los colectivos y los autos dejaron de escucharse, las voces de las radios se hicieron más altas, más numerosas, decían se anticipa el Negro Palma, decían avanza Francescoli, decían cabezazo de Gorosito, la espera Márcico; escuché, me pareció escuchar, el nombre de Rattin, pero no podía ser, ¿no era el que el viejo contaba que allá por los sesenta le hizo el corte de manga a la Reina?; escuché recibe Moreno con el pecho, la duerme con la zurda, gira y… ¡Goool!, gritaron los muchachos del portón, ¡goool! llegó desde las ventanas de la cuadra, o desde la otra manzana, o desde más lejos aún. Y algo del grito perduró, quedó como suspendido en el aire, lo vi en cara de papá, y en la de tía Lucrecia, hasta el tío Antonito parecía percibirlo, una cosa que iba tramándose como una red y que daba la impresión de unirnos en la amigable tarde del domingo. Mamá me apretó el brazo, los mellizos se miraron con ojos alucinados, el viejo movía la cabeza como quien dice, era cierto entonces, la música estaba, la música estaba todavía. Los del paredón aullaron, los de las casas se pusieron a discutir de balcón a balcón, mamita, mamita, se acercó un chico gritando, una madre asustada dejó el piletón, gambetas como filigranas fueron festejadas en baldíos y campitos, Oléee, olé-olé-olá, corearon las tribunas, Y ya lo ve, y ya lo ve, gritaron en las calles, que esta barra quilombera no te deja de alentar, se cantó en los zaguanes, en las azoteas, en los patios de las casas. Y un ruido bamboleante vino creciendo desde lejos, un murmullo cada vez más poderoso que llegaba desde el confín de la tarde, desde la hora en que se escuchaban los bailables y empezaban a amasarse, alegre o amargamente, los episodios del domingo que acababa. Los vimos acercarse cada vez más nítidos en la luz confusa del atardecer, haciendo sonar rítmicamente sus bocinas, desbordantes de gente que agitaba banderas blanquicelestes, azul-rojas, rojiblancas, auriazules, toda la ciudad se puso de fiesta para recibirlos, era un diapasón, o era un unánime corazón celebrante.
Después llegaría la melancolía de los lunes, después vendrían historias de miedos y de muerte, después cerraríamos para siempre los ojos del viejo. Pero nosotros ya sabemos que, bajo un cielo remoto de domingo, hubo una vez una música por la que fuimos fugazmente apacibles y felices.
(VIDEO) Dímelo Tú "Beat Box"
(VIDEO): De lo que tod@s quieren hablar: Uso del condón
miércoles, 22 de abril de 2015
"Viaje a la semilla" de Alejo Carpentier
-¿Qué quieres,
viejo?...
Varias veces
cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no
respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la
garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían
descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico
de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de
mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran
revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban
desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos
rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos,
astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como
viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una
Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el
tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de
mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los
peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando
con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que
iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había
sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua.
Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables.
Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las
poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de
aves desagradables y pechugonas.
Dieron las
cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron
escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se
hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de
cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos.
Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía
de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía
regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los
labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas,
abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus
apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de
acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró
sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de
familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la
tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de
sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces el
negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños,
volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de
mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra.
Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las
murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos,
mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus
hoyos, con rápida rotación.
En los canteros
muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron
sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en
lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída
nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La
Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del
agua llamó begonias olvidadas.
El viejo
introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó
a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los
velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los
retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas
las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de
chocolate.
Don Marcial, el
Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho
acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas
de cera derretida
III
Los cirios
crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño,
los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon,
arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes
partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y
abrió los ojos.
Confusas y
revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los
pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la
cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus
nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo
profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y
despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De
franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo
reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en
el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se
encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un
peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer
desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas
y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda
estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo
tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no
se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la
consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban
hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta
pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se
irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una
tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la
letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan
sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y
desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios,
declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y
piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban
las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley;
cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido
temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado,
yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el
hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj
del comedor acababa de dar la seis de la tarde.
IV
Transcurrieron
meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al
principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía
casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo
fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al
flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una
correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue
entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las
orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las
crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el
resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra,
irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo,
una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa.
Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra
vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba
por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos, niña;
desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua
no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más
que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al
regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la
Colonia.
Reaparecieron
muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras,
las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban
cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían
anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las
ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más
fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa.
Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban
a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.
V
Los rubores eran
sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los
biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas
barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo
él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren
de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y
charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que
enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se
conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación,
para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de
Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas
de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de
vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de
oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes,
cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan
secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer
alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y
cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó
su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los
esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron
presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes
de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió
visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día
en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser
desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de
las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los
mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el
relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de
los velones.
VI
Una noche,
después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados
por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los
relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego
las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota
de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de
vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo
raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo.
Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su
espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran
sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría
de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener
un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas,
se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan
de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los
códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes
descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un
salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la
Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.
Otro embocó un
cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros
encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de
Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de
Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre
bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al
desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban
recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa
de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban
los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras
emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas
casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los
pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto,
miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un
traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de
carnaval, levantó aplausos.
La de
Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color
de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes
decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico
Síndico de Clarisas.
Disfrazados
regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio
de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio
comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban
terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por
la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset
que todas se habían hecho según el reciente patrón de "El
Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fámulas,
cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de
los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto
alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial,
oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó
un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado,
cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y
cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia
las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar,
los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se
contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así
fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como
se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban
un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio
sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus
amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía
a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro,
bailando con altivo mohín de reto.
VII
Las visitas de
Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes.
Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando
caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo.
Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de
caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin
sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda
locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real
Seminario de San Carlos.
Después de
mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez
menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba
despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica
asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y
ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera.
Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los
sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto.
"León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar",
leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo
modo, "Aristóteles", "Santo Tomás", Bacon",
"Descartes", encabezaban páginas negras, en que se
catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al
margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de
estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo
alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las
cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de
invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una
manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un
pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día
que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su
categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el
octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces,
andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las
mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las
murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas
de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un
dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un
confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las
sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por
calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le
hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas
cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la
media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su
crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de
porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel
dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y
un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran
vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un
objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba
sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas,
en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que
recobraban su color primero.
VIII
Los muebles
crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el
borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas
ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera
acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas
eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse
para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el
fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en
que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de
jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera.
Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una
gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado
exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en
el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los
oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros,
con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha,
pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban
dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de
un metro de distancia.
-¡Pum!...
¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos,
caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces
por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al
comedor.
Desde ese día,
Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando
percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no
haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las
personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario -como Don
Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol
en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los
ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la
madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se
ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba
debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de
resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los
rayos para construir aquella bóveda de calderones -órgano, pinar al
viento, mandolina de grillos.
IX
Aquella mañana
lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el
almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de
semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda -cuando
sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se
entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente,
entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas.
Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas
de bronce.
Tuvo ganas de
llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo
sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a
jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las
losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras
Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El
juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron
los Bomberos del Comercio.
Al levantarse,
fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El
Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los
ejemplos usuales. Los "Sí, padre" y los "No, padre",
se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las
respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués,
pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo
respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de
baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba
el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en
Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas,
ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de
azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda,
llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de
una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada,
alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes
de compota devueltas a la alacena.
El padre era un
ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para
Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y
tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.
X
Cuando los
muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había
debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran
secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero
Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones
del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía
de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había
elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no
trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de
legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos
sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica
oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía
canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían
significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se
escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez,
había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en
las sombras de la calle de la Amargura.
En días de
lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina.
Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La
derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre
que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en
los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía
chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de
mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un
pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial
y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y
almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá", con
entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba
abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano
lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván
inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas
polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.
XI
Cuando Marcial
adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para
acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande;
el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para
jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas,
y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería
a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los
rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra
roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y
ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando,
también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al
aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al
Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro
volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido
abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un
puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en
la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial
orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para
dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban
lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los
cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores.
Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de
aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca
del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial
miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para
ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se
revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra
y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros
húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa
colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la
lagartija que decía "urí, urá", sacándose del cuello
una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el
ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día
señalaron el perro a Marcial.
-¡Guau, guau!
-dijo.
Hablaba su
propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería
alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus
manos.
XII
Hambre, sed,
calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de
estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era
accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal
desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la
vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente
sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros.
Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y
penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que
moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia,
resbaló hacia la vida.
Pero ahora el
tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los
minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves
volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la
hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las
palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos
cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo
que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían
pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían,
redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los
vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas,
salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de
las selvas.
Todo lo que
tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía
dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la
fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de
cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río
de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se
metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió
al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.
XIII
Cuando los
obreros vinieron con el día para proseguir la demolición,
encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua
de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse
al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un
parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada,
de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las
malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato,
porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen
a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son
las que más seguramente llevan a la muerte.
"Los come-muertos" de José Rafael Pocaterra
LOS
COME-MUERTOS
José
Rafael Pocaterra
No; no es una historia de chacales, de
hienas o de cuervos; no es, siquiera, una leyenda de necrófagos. Es
apenas uno relación corta, un poco triste, un poco pueril, donde hay
infancia, el cielo brumoso de un diciembre rovinciano, la carita
triste de una niña que se pone a llorar.
II
Los Giuseppe eran una, familia
calabresa, hambrienta, desarrapada y sucia que vivían en un rincón
de tierra en una cabaña hecha de pedazos de palo, de duelas, de
restos de urnas robados en el Cementerio de Morillo, una de cuyas
tapias derruidas lindaba con la viviendo de los Giuseppe, si es que
puede llamarse viviendo un cacho de tierra colorada, diez o doce
matas de cambur, un mango, y bajo el mango los techos de la zahúrda
de latas y piedras, y bajo la casa, la familia: dos muchachos
comochos o hachazos, con los brazos muy largos y las manos muy
grandes y los pies enormes. Rojos, de pelambre erizada como los pelos
de los gatos monteses y que áyudaban al viejo en trabajos de mozo de
cuadra en la ciudad a veces, y a veces en el merodeo de los corrales.
Además, una chica rubia, también pecosa y pelirroja, con nombre
lindo de princesa: Mafalda. Cuatro cacharros, hambre, vagancia,
fealdad del paisaje, de los habitadores, del concepto mismo que tenía
la ciudad hacia aquel torpe rincón de cementerio donde vivían unos
italianos que "comían muertos'.
III
-Los.come-muertos! !Los come-muertos!
Y todos los chiquillos, cuando
pillábamos de paso a la pelirroja y a sus hermanos, los acosábamos
a motes, a injurias, a pedradas.. Sólo el viejo -torvo, mugriento,
con una de esas barbas aborrascadas que no terminan de crecer nunca y
la pipa de barro colgándole de lo mandíbula-, se libraba de nuestra
agresión. Inspiraba temor aquel calabrés de hombros cuadrados y
aire vago de sepulturero...
IV
Un día, Giuseppe padre fue arrestado.
Parece que sé desaparecieron unas gallinas muy gordas del corral de
las Hermanitas de los Pobres; qué sé yo — Lo vimos desfilar,
amarrado por las muñecas, feroz y sombrío, entre dos agentes que le
empujaban, brutales, calle abajo. Tenía el traje más desgarrado que
de costumbre y marchaba cabizbajo, tambaleante, avergonzado
probablemente de su horrible delito, con las faldas de lo camisa por
fuero, al extremo de un eterno chaleco de casimir indefinible que
usaba o manero de chaqueta. Cobardes como seres débiles, como
mujeres, como hombres mal sexuados, gritamos todos al paso del
vagabundo: ¿tullo, Come-muerto! Y seguimos gritando, en procesión
tras del cortejo, por muchas cuadras. En seguida alguien tuvo una
idea luminosa: -Ahora que están solos los hijos de Come-muerto,
vamos a tirarles piedras.
V
Caímos como una tromba sobre !a
barraca. Los dos Giuseppe contestaron al ataque vigorosamente,
rechazándonos a pedrada limpia desde las bardos del corral. De los
doce o trece que éramos, alguno se retiró cojeando, otro con la
cabeza rota y un tercero al tratar de huir ante la furiosa carga que
los dos muchachos, desesperados, intentaron más allá de lo
palizada, rodó barranco abajo, estropeándose lo nariz.
Pero cercados por todas partes,
lapidados por veinte manos, tuvieron que ampararse de nuevo tras las
tapias de lo vivienda.
No obstante, nos tenían a raya. Sus
pedradas, certeras, furiosas, pasaban zumbando por nuestros oídos.
Otras dos bajas; une que gritó al lado mío poniéndose ambas manes
sobre un ojo, otro que saltaba en una sola pierna, cogiéndose el pie
aporreado en lo altó del muslo:
-Ay, carrizo, ayayay, carrizo!
El ala de la derrota batió un
instante sobre nosotros. Hubo una vacilación, Pero alguno,
estratégico, me gritó:
-iTú, que te metas por el cementerio y
los cojas de atrás pa alante!
Comprendí. Y sin vacilar, los ojos
inyectados de ira y los bolsillos repletos de piedras, trepé ,lo
tapia, y con un "guarataro" en cada mano, por entre las
tumbas viejísimas, de ahora un siglo, y los montículos cubiertos de
ásperos cujíes y las cruces de madera podrida, avancé, cauteloso,
con todo el instinto malvado de la asechanza, en plena alevosía de
pequeña alimaña feroz.
A pocas varas, entre dos sarcófagos,
uno sombra fugitiva, un harapo oscuro, un ser que huía, trató de
ocultarse tras de una tumba, pero antes de conseguirlo, una certera
pedrada lo tendió, pataleando, entre la hierba.
Corrí hacia mi presa lanzando un
alarido de triunfo. Sobre un montículo cubierto de yerbajos, uña
fosa sin duda, estaba Mafalda, la peli-roja. Tenía la frente abierta
por un golpe horrible, y un hilillo de sangre iba desde la sien hasta
la hierba, trazando un caminito rojo, muy delgado; era como la cinta
encarnada del rabo de los "papagayos".
Entorpecido, alocado, corrí hacia la
muchachita caída que abría los ojos llenos de estupor...
Luego se llevó la mano a la herida,
sintióse la humedad de la satígre y rompió a llorar:
-ISon ellos, son ellos! A mí no me
hagan nada; yo no sé tirar piedras...
Y arrodillada, se arrastraba a mis
pies, las mechas en desorden, semejante a una gran trágica, con todo
el pelo rojo como una llamarada.
Ya no sé cómo ni cuándo la tuve
sobre mi brazo; con mi pañuelo sequé en su rostro lágrimas y
sangre, y luego le vendé la frente.
Lloraba a pequeños sollozos y
explicaba que huyendo de la pedrea había saltado la tapia
refugiándose en el cementerio.
Estaba avergonzado, lleno de dolor y de
desesperación contra los demás, contra mí mismo.
Cuando, ya mas tranquila, la guiaba
para salir de aquel recinto lleno de frescuras vegetales, de vetustez
de piedra, del misterioso encanto que tienen las tierras donde los
hombres duermen para siempre, Mafalda me miraba a los ojos con sus
pupilas amarillentas como las de una bestezuela asustada.
Había un gran silencio; una suave paz
en la tarde. Los otros, o habían huido o reñían ya lejos ...
VI
En la tapia, al saltar, apoyando sus
manecitas en mis hombros, acercó a mí su carita pecosa, sucia, con
la frente vendada y sangrienta.
Todavía recuerdo aquella expresión de
sus ojos amarillentos que tenían la dulzura de la tarde amarilla
sobre las tumbas.
-Ya tú ves que yo no tengo la culpa.
Pero no vuelvas a venir con ellos que son malos y nos tiran
piedras...
VII
Yo no supe cómo explicar en casa por
qué tenía las manos y el traje manchados, de sangre. No lo supe
explicar entonces. Hoy tampoco podría hacerlo.
miércoles, 15 de abril de 2015
(VIDEO) Violencia en el noviazgo (De lo que tod@s quieren hablar)
martes, 14 de abril de 2015
(VIDEO) Librito de la Mancha: "Uno Menos"
Nuestro gato lector, Librito, nos presenta el cuento "Uno menos", de Alicia Yanez Cossio. No dejes que te lo cuenten, léelo tú!
UNO
MENOS
Alicia
Yánez Cossío
"La muerte es como un
camello negro que se
arrodilla ante las puertas
de todas las casas." Abd-El Kader
María Dolores tenía
como doscientos años, se sentía bien, vivía contenta y saludable y
no que-ría morirse. Todas las mañanas, apenas abría los ojos,
tomaba sus pastillas contra la vejez. Guardaba en su mesa varios
frascos de pastillas, gracias a la treta de ser cliente de algunos
geriatras, quienes, atraídos por su innata simpatía y por la gracia
con que relataba los acontecimientos de los tiempos viejos, le
suministraban la medicina pasando por alto la prohibición de
proporcionar las pastillas a las personas que hubieren llegado a
cierta edad...
Cada uno de los médicos
pensaba para sus adentros que una vieja más en el mundo no era
delito, ni importaba mucho, pero le recomendaban cautela: no debía
salir a la calle, debía mantenerse alejada de todos, y ser muy
discreta para no llamar la atención. Pocos viejos en el mundo tenían
la suerte y la cantidad de pastillas que María Dolores.
La superpoblación en
las ciudades era increíble, nadie quería morirse: los centenares de
hombres y mujeres que se habían hecho hibernar, consideraban que
debían aprovechar hasta el fin el alto precio que habían tenido que
pagar por sus respectivas prolongaciones de vida. Tenían que seguir
viviendo hasta donde la técnica hiciera el milagro de la
inmortalidad, aunque muchos debían llevar una existencia artificial,
de laboratorio, y se sentían desubicados en un mundo tan extraño.
De todas formas, morir
era más fácil que nacer. El nacimiento de un niño era un absurdo.
De vez en cuando, algunas mujeres que se sentían solas pensaban que
tal vez un hijo remediaría la situación. Luchaban por el derecho a
la maternidad, a brazo partido, tratando de adquirir un
espermatozoide artificial o natural pero ni los hombres ni los
laboratorios se los daban sin una serie de requisitos casi imposibles
de llenar. Estas mujeres, consideradas síquicamente anormales,
luchaban por concebir y, cuando lograban concebir, luchaban como
lobas resistiéndose al aborto. Debían permanecer escondidas porque
la sociedad en que vivían las tachaba de egoístas. Nunca se vio una
mujer grávida por las calles, eran repugnantes, y sus vidas valían
menos que las de un insecto. Cuando lograban tener el hijo esperado y
deseado, sus soledades disminuían, desaparecían sus respectivas
neurosis, pero la presión de la sociedad era tal, y se sentían tan
solas e impotentes, que casi siempre terminaban por arrepentirse
dejando a un lado toda la pesada carga sicológica y material que era
el hijo.
Había tan pocos niños
en el mundo que no valía la pena el que hubiera casas cunas, ni
colegios, ni sitios especiales para ellos. Los niños vagaban de un
lado para otro como perros sin dueño, cuidándose entre ellos y
esperando la oportunidad de hacerse hombres y mujeres para saber
defenderse y bastarse a sí mismos.
También María Dolores
se sentía sola y lejana. A veces, no podía apartar de su mente
ciertos recuerdos de su infancia. Entonces tomaba algunas pastillas
azules para lograr amnesias parciales. Se olvidaba de lo que quería
olvidarse, pero, pasado el efecto, volvía a recordar lo mismo, lo
cual no era razón suficiente para querer morirse. Vivía sola en una
pequeña buhardilla con muchas de las comodidades de la época. No
tenía amigos porque las gentes de su edad ya no existían. Sus
parientes la detestaban por vieja, y los viejos que se habían hecho
hibernar no servían para amigos de ella porque eran como
espectadores asustados de una vida en la cual no tomaban parte, ni se
integraban totalmente a ella.
Por fuerza de las
circunstancias como era la soledad y el abandono, se hizo la gran
amiga de los pocos niños que deambulaban por las calles de la
ciudad. Eran cuatro o cinco los que se reunían en su buhardilla.
Muchas veces, se quedaban a dormir con ella porque sus alfombras eran
más confortables que el pasto o el cemento donde dormían, por lo
general. Ella les contaba cosas fascinantes de los tiempos viejos que
los hacían suspirar, y ellos le decían cosas extrañas y crueles.
Pero el mundo era así, y a pesar de estos escollos pasaban largas
horas hablando y hablan-do y haciéndose mutuamente compañía.
La vieja les daba comida
y golosinas para que volvieran. Ellos siempre volvían y, cuando los
niños se alejaban de ella, se quedaba triste. Pero esa tristeza no
era suficiente razón para querer morirse. Teniendo la cantidad de
pastillas que tenía, le importaba poco la opinión de la gente que
no dejaba de mirarla mal, como si ella, por razón de su edad,
ocupara un espacio más grande que el resto de la gente de menos
años, en el apretado y confuso mundo.
Aquella tarde, ella y
los niños habían conversado mu-chas cosas y se habían entretenido
en cocinar el más extra-ño de los platos: una sopa. Cuando se
despidieron, ella se asomó a la ventana de su altísima buhardilla
para verlos caminar hacia sus soledades. Vio, un poco inquieta, cómo
uno de ellos no tomó la vereda aérea, que debía tomar para cruzar
la calle, sino que trató de cruzarla corriendo como para demostrar a
sus amigos -y también al mundo- lo valiente que era, como desafiando
a todos, o para demostrar que... María Dolores vio a los otros niños
caminando sobre la cabeza del que iba debajo, y vio también un
vehículo supersónico manejado por una mujer que aceleró toda la
marcha y hasta vio cómo se desviaba unos metros para atropellar al
niño.. Ella gritó con todas sus fuerzas. Los silenciadores
absorbieron el alarido... El muchacho quedó aplastado en la calle
como un bistec sin cocinar... Los otros niños se dieron a la fuga
acicateados por el instinto de conservación... Las ruedas del
vehículo marcaron en el pavimento unas paralelas de sangre.
La gente que transitaba
de sus asuntos a su rutina y vio el espectáculo, se encogió de
hombros y dijo: "Uno menos." Instantáneamente, apareció
en el lugar un carro de limpieza y con una pala mecánica recogió
los restos del niño. Los metió en su fondo, junto a la basura que
traía. Luego limpió la calle con un chorro de agua y desapareció...
La vieja se dio cuenta
de que estaba llorando, lo cual era muy raro porque esa misma mañana
había tomado su dosis de pastillas para combatir la melancolía. Le
costaba entender cómo la muerte del muchacho la estaba afectan-do
tanto. Hacía muchos años que no lloraba. Hasta se había olvidado
del sabor de las lágrimas. Con la punta de su lengua pescó una y la
mordió como si se tratara de una
bolita de vidrio y ese
vidrio molido le pasó raspando la laringe y le llegó al corazón.
La lágrima empezó a
hacer su efecto por el organismo. Fue a la mesa de noche, tomó el
frasco de las pastillas de la juventud que tanto le costaba
conseguir, y por la ventana abierta lo estrelló contra el pavimento.
No oyó ruido por-que estaba muy lejos, sólo vio que había caído
en el mismo lugar donde fue aplastado el muchacho...
Cerró la ventana
despidiéndose del conocido paisaje de tejados. Encendió la
calefacción para estar más conforta-ble. Se sentó en su butaca
favorita. Se secó las lágrimas acumuladas desde hace años que
rodaban cuesta abajo por las viejas mejillas. Se puso la manta de
lana que sabía el secreto de la artritis de sus rodillas. Extendió
la mano bus-cando algo en el registro de su discoteca y encontró el
botón del cassette más amable y lánguido para el momento: la
música con la cual cerraba los ojos y se sumía de cabeza en el
recuerdo: "Medieval and Renaissence Music for the Irish and
Medieval Harps, Viele, Records Tambourin..."
Un médico le había
dicho que cuando se sintiera deprimida y angustiada, respirara
hondamente y escuchara esa música. Ella lo hacía, y su angustia se
cambiaba en una suave tristeza tolerable, y amiga, semejante al
espectáculo de cualquier atardecer.
La buhardilla se llenó
de sonidos y de recuerdos. Ella cerró los ojos, cruzó las manos
sobre las rodillas y se puso a esperar...
Al cabo de doscientos
años de edad comprendió que había vivido demasiado y que no quería
vivir más...
Alicia Yánez Cossío. Nació en
Quito en 1929. Es una de las principales narradoras ecuatorianas.
Entre sus principales obras se encuentran: Bruna, Soroche y los tíos,
El beso y otras fricciones y Yo vendo unos ojos negros.
"No se culpe a nadie" de Julio Cortázar
El frío complica siempre las cosas, en
verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora
a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un
regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco,
hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el
traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse
encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de
la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a
ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de
la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer
pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin
asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del
atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para
adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se
arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese
suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de
siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre
que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así
resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana
del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta
de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la
operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse
siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra
complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor
todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del
cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga
enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el
cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo
seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque
parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la
cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las
mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre
pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera
irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tonteria de
meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del
pulóver. Si fuese así su mano tendria que salir fácilmente pero
aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de
las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto
de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza
casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera
podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la
lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y
le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano
derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una
afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto
que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso
lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara
sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir
fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede
hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar
el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide
respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con
pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay
el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar
manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez
más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las
pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el
azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le
gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera
terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser
tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda.
Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano
derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con
el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta
poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta
aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico
que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia
abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el
borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente
arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la
camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón,
y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del
pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el
pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi
arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos
para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha
equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga,
con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es
exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica
que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado
donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en
cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad
en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como
arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si
hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta
ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después
de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica
que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene
algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque
responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias
coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el
pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada
correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero
la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya
fuera ridiculo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún
momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia
arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado
en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul
de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le
desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces
más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga
izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano
derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la
manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los
movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una
rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a
escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque
de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca
con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le
duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere
intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y
la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el
cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de
la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a
pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir
girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga
yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, sunque su mano izquierda
le duela cads vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados,
y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos
lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del
pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le
duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de
trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el
muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través
de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba
en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como
colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de
golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos,
absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera,
esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los
ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo
frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas
y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente
entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro,
entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando
a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y
tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose
con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda
para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia
arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la
cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin
a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire
fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.
"El difunto yo" de Julio Garmendia
Examiné
apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin
perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya
que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi
personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse
mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar
medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto
hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido
y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo —iba a decir
"inseparable"—, su íntimo amigo y compañero, que tales
sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el
extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe
exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como
privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su
repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una
reserva sin limites, de inconmensurable discreción y de consumada
pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir
de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio.
Mi alter ego, en efecto, hacia varios días que permanecía
silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban
desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual
fué siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité
a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le
agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había
escapado, sin que yo supiera cómo ni cuando.
Lo busqué en
seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca
ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas,
dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de
la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi
mujer qué cosa había perdido.
—Puedes estar
segura de que no es el cerebro —le dije. Y añadí hipócritamente:
—He perdido el
sombrero.
—Hace poco
saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué
periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has
vuelto tan pronto.
Lo que decía mi
mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter
ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o
seguimiento. A poco noté —o creí notar— que algunos transeúntes
me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo.
Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me
salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución,
como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me
anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me
cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de
muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se
me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de
valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y
mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos
de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo
de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni
siquiera conocía las personas o los sitios —¡Y qué sitios!— en
donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin
embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó
valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que
era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y
pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fuí puesto en
libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter
ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta
comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la
oficina del periódico de mayor circulación que había en la
localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio
advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que
yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció
reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y
sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña
prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de
ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor
es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía
misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero
tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego —¿de
quién otro podía ser?— y como aquel era, palabra por palabra, el
anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes
consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:
"Participo
a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no
reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea
"yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y
mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre."
Andrés Erre."
Volví a casa
después de sufrir durante el resto del día que las personas
conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:
—Te vi por allá
arriba...
0 bien:
—Te vi por allá
abajo...
Mi mujer, que cosía
tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de
coser y exclamó:
—¡Qué pálido
estás!
—Me siento enfermo
—le dije.
—Trastorno
digestivo —diagnosticó—. Te prepararé un purgante y esta noche
no comerás nada.
No pude reprimir un
gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego
me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería
purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto
desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.
Sin embargo, no
quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi
desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido
presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las
apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios
mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que
me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera
consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas
penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus
aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora
acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi
vuelta, ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me
retardaba en la calle mas de lo ordinario.
No obstante los
incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez para
prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más
que perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego
pudiera suceder que, al fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio
sería difícil, si no imposible, componer en mucho tiempo una
alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la que
produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos
tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter
ego, que empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa,
acabó en una traición que no tiene igual en los anales de las
peores traiciones... Este inicuo individuo...
Pero observo que la
indignación —una indignación muy justificada, por lo demás— me
arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos.
Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:
Salí aquella noche
después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y me
dijo, no obstante mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado
un purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que
mi regreso sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.
Con el fin de
olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía
de varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes
sitios a horas desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos
incidentes en los cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude
colegir, pues no quise inquirir nada directamente ni tratar de
esclarecer los puntos. Guardé bien mi secreto. Disimulé los hechos
lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda importancia. Una
discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas. Eran
las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola
rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en
calma, pero mi mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y
pesado, despertó a causa del ruido. Los ojos apenas entreabiertos,
me preguntó entre dientes cómo me había sentado el purgante.
—¡El purgante!
—exclamé—. Llego de la calle en este momento y no he visto
ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no
es posible!
Se desperezó
largamente.
—Sí —me dijo—
es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia... y estabas
conmigo.. y...
— ... ¡Y!...
Comprendí el
terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo
amigo y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de
horror, de ira. Mi mujer me vio palidecer.
—Efecto del
purgante —dijo.
Aunque nadie, ni aun
ella misma, había notado el delito de mi alter ego, la
deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto.
Las manos crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo
estupor, salí de la alcoba en tanto que mi mujer, volviéndose de
espaldas a la luz encendida, se dormía otra vez con la facilidad que
da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas del techo
con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de
Jesusito, el loro. Seguramente hice ruido en el momento de
abandonarme como un péndulo en el aire, pues Jesusito,
despertándose, esponjó las plumas de la cabeza y me gritó, como
solía hacerlo:
— ¡Adiós,
Doctor!
Tengo razones para
creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis movimientos
desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la
noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se
introdujo dentro de él. De este modo volvió a la alcoba conyugal,
donde pasó el resto de la noche ocupado en prodigar a mi viuda las
más ardientes caricias. Fundo esta creencia en el hecho insólito de
que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor resonancia. En
mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había desaparecido
para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo
alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los
amigos continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a
mi alter ego, como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha
dejado nunca de gritar:
—¡Adiós, Doctor!
Sin duda, mi alter
ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente calculado
en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron.
Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los
hechos que él se encargaría de presentarme en rápida y
desconcertante sucesión. Determinó de antemano mi inquietud, mi
angustia, mi desesperación; calculó exactamente la hora en que un
cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al suicidio.
Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que
sólo un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar
a cabo esta empresa. En primer lugar, el completo conocimiento que
poseía de los más recónditos resortes de mi alma le facilitó los
elementos necesarios para preparar sin error el plan de inducción al
suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse pasar por
mi mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me conocían,
fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de
expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi
voz, mis gestos, mi letra y en particular mi firma, y además conocía
la combinación de mi pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron
automáticamente a poder suyo, sin que las leyes, tan celosas en
otros casos, intervinieran en manera alguna para evitar la iniquidad
de que fui víctima. También se apoderó del crédito que había
alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y
correctos procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a
diario, autorizado con su firma, que es la mía, el mismo aviso que
dice:
"Participo
a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no
reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea
"yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y
mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre."
Andrés Erre."
Suscribirse a:
Entradas (Atom)