martes, 28 de abril de 2015

(VIDEO) De lo que tod@s quieren hablar: Infecciones de transmisión sexual

¿Sabes qué son y cómo se previenen las infecciones de transmisión sexual? Conoce todo al respecto en este video. De lunes a viernes, 6pm por ViVe, el canal del poder Popular.

lunes, 27 de abril de 2015

(Video) Dímelo Tú!: "Escenógrafo"

En este ¡Dímelo tú! conoceremos los secretos de ese fascinante oficio que es la direcciónd e escenografía. No te pierdas más micros como este en Vívelo Tú, de lunes a viernes 6pm, por ViVe, el canal del Poder Popular.

"La música de los domingos" de Liliana Heker

Nuestro gato lector "Librito de la Mancha" nos hace una nueva recomendación. Esta vez se trata de un cuento que va sobre la pasión que despierta el fútbol. Disfrúntenlo, porque leer dispara la creatividad y alborota la imaginación!!!

LA MÚSICA DE LOS DOMINGOS
Liliana Heker


A Gonzalo Imas

Había un momento de la tarde —podían ser las cuatro, tal vez las cinco si era verano— en que el viejo se pegaba a la ventana, la cabeza un poco ladeada, la mano haciendo de pantalla contra la oreja, y con voz de velorio decía: Lástima la música. Eso, después que nosotros nos habíamos pasado las horas meta Magaldi, meta Charlo, todo ese revival para tenerlo contento porque (como dijo una vez tía Lucrecia) un domingo de mala muerte que lo traemos bien podemos hacer un pequeño sacrificio con tal de verlo feliz. (Para pequeño sacrificio le sobraba una sota: como al viejo le hacía falta no sé qué calor humano para vivir como Dios manda, nos teníamos que clavar todos hasta las doce de la noche, porque con lo del Hogar —decía— no quería sentarse ni a ver la tabla de posiciones, todos viejos chotos, y que una vez un vasco se entusiasmó tanto con un gol de chilena que dio un tremendo salto para atrás, se fue de nuca al suelo, y ahora está viendo cómo crecen los rabanitos desde abajo. Así que a la noche teníamos que instalarnos todos frente al televisor —mamá, papá, tía Lucrecia, tío Antonito, yo y hasta los mellizos—, rodeándolo al viejo que para la ocasión se calzaba en la cabeza un pañuelo con las cuatro puntas atadas y, a falta de chuenga, masticaba un pedazo de neumático; ni hablar de cuando jugaba Boca: se zampaba la camiseta azul y oro y ni el tío Antonito, que es fanático de River, podía decir —valga la contradicción— esta boca es mía; la única vez que se animó a porfiar que un gol de no sé quién había sido en orsai el viejo se le fue encima tan fiero que si no iban a pararlo los mellizos —que aunque usan arito y el pelo hasta la cintura son la debilidad del viejo— el tío Antonito termina haciéndole compañía al que festejó la chilena).

Si es por música, entonces, no se podía quejar. Así que cuando empezó con la letanía de “lástima la música” todo lo que hicimos fue comentar que estaba chiflado y no darle más vueltas al asunto. Hasta que una tarde el tío Antonito, que ya estaba harto de tanto Corsini y sobre todo estaba harto de que el viejo, cada vez que lo veía aparecer, le cantara aquello de Tenemos un arquero que es una maravilla, ataja los penales sentado en una silla, perdió la paciencia y, apenas escuchó “lástima la música”, le dijo: ¿Contra qué música está refunfuñando, viejo?, si acá la única música que se escucha todo el día es la que usted. Pero el viejo no lo dejó terminar; levantó la mano con autoridad para que se callase y, como sobrándolo, le dijo: No hablo de la música que se escucha, Antonito; hablo de la que falta.

Creo que si era por nosotros la historia se cerraba ahí mismo. Yo, al menos, reconozco que no sentí el más mínimo interés en averiguar cuál era esa bendita música que le faltaba al viejo; ya me estaba cansando de sus caprichos; no es muy grato para una mujer casadera quedarse junto a su abuelo hasta las doce de la noche vociferando los goles como una desgraciada sólo para que él se sienta acompañado. El tío Antonito lo expresó sin eufemismos: Si ahora viene con qué le falta no sé con qué música, que se vaya a buscarla a la concha de su hermana. Pero los mellizos no son de los que se rinden así como así. Lo volvieron loco al viejo hasta que un buen día les dijo: ¿Y qué música iba a ser la que falta? La música de los domingos.

Parece que poco a poco fueron entendiendo qué quería decir el viejo con “música de los domingos”, algo que en otros tiempos había estado en todas partes, dijo, y que se podía escuchar desde que uno se levantaba. Como una comunión o una sinfonía, parece que dijo, y que terminaba recién al caer la noche con la vuelta de los últimos camiones. ¿Qué camiones?, les pregunté yo a los mellizos. Pero la explicación casi ni la pude escuchar, tanto se reían los mellizos tratando de representar a unos camiones que hacían música.

A la otra semana se vinieron con la novedad: para el cumpleaños del viejo (caía domingo) le iban a regalar eso que él llamaba “la música de los domingos”; ya tenían apalabrada a la gente de la cuadra: todo lo que debíamos hacer era convencerlo al viejo de que esta vez el festejo iba a ser en la casa de los mellizos (viven en una especie de conventillo, por Paternal) y traer la comida; todo lo demás corría por cuenta de ellos.

Protestamos, claro, pero con los mellizos no se puede. Así que el domingo ahí estábamos con los fuentones, mamá, tía Lucrecia, tío Antonito y yo, esperando que llegara papá con el viejo. Los mellizos le habían encargado a papá que lo fuera a buscar lo más tarde posible, y papá cumplió, pero no fue una buena idea: el viejo llegó con un humor de perros, no saludó a nadie, y lo primero que dijo fue que ahora hasta los barrios eran una porquería. Ya no hay comunión, dijo, la gente no armoniza, y que hoy en día cada uno se rascaba para sí. No fue un comienzo alentador, y lo que siguió fue peor. Yo, durante todo el almuerzo, me estuve preguntando qué hacía en este conventillo el domingo entero, todo por darle el gusto a un viejo fabulador y desagradecido. Cuando llegó el café ya me había hecho la firme promesa de que éste sería el último domingo que pasaba con el viejo (y en realidad lo fue). Tal vez todos estaban pensando lo mismo porque de pronto nos quedamos en silencio. Y fue en medio de ese silencio que, desde la ventana, llegó el sonido de la radio. Transmitía, con un volumen más alto que el habitual, algo que me pareció el clásico de Avellaneda. Ves, abuelo, ves que teníamos razón, dijo uno de los mellizos; ¿ves que en los barrios todavía se puede escuchar la música? El simulacro había empezado. Nos miramos con resignación porque ya sabíamos por los mellizos lo que nos esperaba: varias radios a buen volumen transmitiendo distintos partidos detrás de las ventanas, dos o tres muchachos en una puerta entonando el cantito que le gusta al viejo, unos chicos, en algún lugar bien audible, jugando un picado. Y nosotros, como idiotas, vareándolo al viejo. Qué música ni música, dijo el viejo; ¿vos acaso te creés que una golondrina hace verano? Ahí tuve ganas de mandar todo al diablo e irme, pero los mellizos como si nada, empezaron a porfiarle que no, que la música de los domingos no había desaparecido, que en los barrios aún podía escucharse con sólo salir a la calle. Y ahí nomás, como por casualidad, nos proponen que salgamos todos a dar una vuelta, a ver si no era cierto. Empieza el show, me dijo mamá en el oído, y el tío Antonito resoplaba de rabia.

Salimos todos, como en procesión, abriendo la marcha, los mellizos; detrás papá, tratando de tranquilizarlo al tío Antonito, después venía tía Lucrecia con el viejo. A mí, en el momento de salir, mamá me había agarrado de un brazo y me había dicho: Vení, nosotras dos separémonos un poco que esto es lo más ridículo que vi en mi vida. Así que veníamos atrás de todo.

Caminábamos muy despacio, siguiendo a los mellizos. Las radios se empezaron a oír enseguida. Una o dos desde enfrente, otra, a todo lo que daba, atrás de nosotros, algunas, todavía débiles, adelante. Del otro lado de un paredón se escucharon voces de chicos; decían pasámela a mí, decían dale, morfón. Tres muchachos sentados en el umbral de un portón, justo cuando pasábamos empezaron a cantar: Tenemos un arquero / que es una maravilla / ataja los penales / sentado en una silla / si la silla se rompe / le damos chocolate / arriba Boca Junior / abajo River Plate. Le miré el perfil al viejo; por primera vez en esa tarde me pareció que sonreía. De alguna casa llegó una ovación; el eco, en la calle, pareció extenderse. El griterío de los chicos del otro lado de la tapia se hizo más intenso, más pasional, como si ahora ya no se tratara de una representación sino de algo en lo que tal vez se jugaba el destino. La tarde se aquietó, los colectivos y los autos dejaron de escucharse, las voces de las radios se hicieron más altas, más numerosas, decían se anticipa el Negro Palma, decían avanza Francescoli, decían cabezazo de Gorosito, la espera Márcico; escuché, me pareció escuchar, el nombre de Rattin, pero no podía ser, ¿no era el que el viejo contaba que allá por los sesenta le hizo el corte de manga a la Reina?; escuché recibe Moreno con el pecho, la duerme con la zurda, gira y… ¡Goool!, gritaron los muchachos del portón, ¡goool! llegó desde las ventanas de la cuadra, o desde la otra manzana, o desde más lejos aún. Y algo del grito perduró, quedó como suspendido en el aire, lo vi en cara de papá, y en la de tía Lucrecia, hasta el tío Antonito parecía percibirlo, una cosa que iba tramándose como una red y que daba la impresión de unirnos en la amigable tarde del domingo. Mamá me apretó el brazo, los mellizos se miraron con ojos alucinados, el viejo movía la cabeza como quien dice, era cierto entonces, la música estaba, la música estaba todavía. Los del paredón aullaron, los de las casas se pusieron a discutir de balcón a balcón, mamita, mamita, se acercó un chico gritando, una madre asustada dejó el piletón, gambetas como filigranas fueron festejadas en baldíos y campitos, Oléee, olé-olé-olá, corearon las tribunas, Y ya lo ve, y ya lo ve, gritaron en las calles, que esta barra quilombera no te deja de alentar, se cantó en los zaguanes, en las azoteas, en los patios de las casas. Y un ruido bamboleante vino creciendo desde lejos, un murmullo cada vez más poderoso que llegaba desde el confín de la tarde, desde la hora en que se escuchaban los bailables y empezaban a amasarse, alegre o amargamente, los episodios del domingo que acababa. Los vimos acercarse cada vez más nítidos en la luz confusa del atardecer, haciendo sonar rítmicamente sus bocinas, desbordantes de gente que agitaba banderas blanquicelestes, azul-rojas, rojiblancas, auriazules, toda la ciudad se puso de fiesta para recibirlos, era un diapasón, o era un unánime corazón celebrante.

Después llegaría la melancolía de los lunes, después vendrían historias de miedos y de muerte, después cerraríamos para siempre los ojos del viejo. Pero nosotros ya sabemos que, bajo un cielo remoto de domingo, hubo una vez una música por la que fuimos fugazmente apacibles y felices.

(VIDEO) Dímelo Tú "Beat Box"

En este ¡Dímelo tú! conoceremos los secretos del Beat Box, la música que se hace solo con la voz. No te pierdas más micros como este en Vívelo Tú, de lunes a viernes 6pm, por ViVe, el canal del Poder Popular.

(VIDEO): De lo que tod@s quieren hablar: Uso del condón

"De lo que todas y todos quieren hablar" es nuestra serie de salud sexual y reproductiva. Seguro que sabes lo que es un condón, pero ¿estás segur@ de cual es la forma mas segura de usarlo? Entérate de todo en este video. De lunes a viernes, 6pm, por ViVe, el canal del poder popular

miércoles, 22 de abril de 2015

"Viaje a la semilla" de Alejo Carpentier

 
-¿Qué quieres, viejo?...
Varias veces cayó la pregunta de lo alto de los andamios. Pero el viejo no respondía. Andaba de un lugar a otro, fisgoneando, sacándose de la garganta un largo monólogo de frases incomprensibles. Ya habían descendido las tejas, cubriendo los canteros muertos con su mosaico de barro cocido. Arriba, los picos desprendían piedras de mampostería, haciéndolas rodar por canales de madera, con gran revuelo de cales y de yesos. Y por las almenas sucesivas que iban desdentando las murallas aparecían -despojados de su secreto- cielos rasos ovales o cuadrados, cornisas, guirnaldas, dentículos, astrágalos, y papeles encolados que colgaban de los testeros como viejas pieles de serpiente en muda. Presenciando la demolición, una Ceres con la nariz rota y el peplo desvaído, veteado de negro el tocado de mieses, se erguía en el traspatio, sobre su fuente de mascarones borrosos. Visitados por el sol en horas de sombra, los peces grises del estanque bostezaban en agua musgosa y tibia, mirando con el ojo redondo aquellos obreros, negros sobre claro de cielo, que iban rebajando la altura secular de la casa. El viejo se había sentado, con el cayado apuntalándole la barba, al pie de la estatua. Miraba el subir y bajar de cubos en que viajaban restos apreciables. Oíanse, en sordina, los rumores de la calle mientras, arriba, las poleas concertaban, sobre ritmos de hierro con piedra, sus gorjeos de aves desagradables y pechugonas.
Dieron las cinco. Las cornisas y entablamentos se despoblaron. Sólo quedaron escaleras de mano, preparando el salto del día siguiente. El aire se hizo más fresco, aligerado de sudores, blasfemias, chirridos de cuerdas, ejes que pedían alcuzas y palmadas en torsos pringosos. Para la casa mondada el crepúsculo llegaba más pronto. Se vestía de sombras en horas en que su ya caída balaustrada superior solía regalar a las fachadas algún relumbre de sol. La Ceres apretaba los labios. Por primera vez las habitaciones dormirían sin persianas, abiertas sobre un paisaje de escombros.
Contrariando sus apetencias, varios capiteles yacían entre las hierbas. Las hojas de acanto descubrían su condición vegetal. Una enredadera aventuró sus tentáculos hacia la voluta jónica, atraída por un aire de familia. Cuando cayó la noche, la casa estaba más cerca de la tierra. Un marco de puerta se erguía aún, en lo alto, con tablas de sombras suspendidas de sus bisagras desorientadas.
II
Entonces el negro viejo, que no se había movido, hizo gestos extraños, volteando su cayado sobre un cementerio de baldosas.
Los cuadrados de mármol, blancos y negros, volaron a los pisos, vistiendo la tierra. Las piedras con saltos certeros, fueron a cerrar los boquetes de las murallas. Hojas de nogal claveteadas se encajaron en sus marcos, mientras los tornillos de las charnelas volvían a hundirse en sus hoyos, con rápida rotación.
En los canteros muertos, levantadas por el esfuerzo de las flores, las tejas juntaron sus fragmentos, alzando un sonoro torbellino de barro, para caer en lluvia sobre la armadura del techo. La casa creció, traída nuevamente a sus proporciones habituales, pudorosa y vestida. La Ceres fue menos gris. Hubo más peces en la fuente. Y el murmullo del agua llamó begonias olvidadas.
El viejo introdujo una llave en la cerradura de la puerta principal, y comenzó a abrir ventanas. Sus tacones sonaban a hueco. Cuando encendió los velones, un estremecimiento amarillo corrió por el óleo de los retratos de familia, y gentes vestidas de negro murmuraron en todas las galerías, al compás de cucharas movidas en jícaras de chocolate.
Don Marcial, el Marqués de Capellanías, yacía en su lecho de muerte, el pecho acorazado de medallas, escoltado por cuatro cirios con largas barbas de cera derretida

III
Los cirios crecieron lentamente, perdiendo sudores. Cuando recobraron su tamaño, los apagó la monja apartando una lumbre. Las mechas blanquearon, arrojando el pabilo. La casa se vació de visitantes y los carruajes partieron en la noche. Don Marcial pulsó un teclado invisible y abrió los ojos.
Confusas y revueltas, las vigas del techo se iban colocando en su lugar. Los pomos de medicina, las borlas de damasco, el escapulario de la cabecera, los daguerrotipos, las palmas de la reja, salieron de sus nieblas. Cuando el médico movió la cabeza con desconsuelo profesional, el enfermo se sintió mejor. Durmió algunas horas y despertó bajo la mirada negra y cejuda del Padre Anastasio. De franca, detallada, poblada de pecados, la confesión se hizo reticente, penosa, llena de escondrijos. ¿Y qué derecho tenía, en el fondo, aquel carmelita, a entrometerse en su vida? Don Marcial se encontró, de pronto, tirado en medio del aposento. Aligerado de un peso en las sienes, se levantó con sorprendente celeridad. La mujer desnuda que se desperezaba sobre el brocado del lecho buscó enaguas y corpiños, llevándose, poco después, sus rumores de seda estrujada y su perfume. Abajo, en el coche cerrado, cubriendo tachuelas del asiento, había un sobre con monedas de oro.
Don Marcial no se sentía bien. Al arreglarse la corbata frente a la luna de la consola se vio congestionado. Bajó al despacho donde lo esperaban hombres de justicia, abogados y escribientes, para disponer la venta pública de la casa. Todo había sido inútil. Sus pertenencias se irían a manos del mejor postor, al compás de martillo golpeando una tabla. Saludó y le dejaron solo. Pensaba en los misterios de la letra escrita, en esas hebras negras que se enlazan y desenlazan sobre anchas hojas afiligranadas de balanzas, enlazando y desenlazando compromisos, juramentos, alianzas, testimonios, declaraciones, apellidos, títulos, fechas, tierras, árboles y piedras; maraña de hilos, sacada del tintero, en que se enredaban las piernas del hombre, vedándole caminos desestimados por la Ley; cordón al cuello, que apretaban su sordina al percibir el sonido temible de las palabras en libertad. Su firma lo había traicionado, yendo a complicarse en nudo y enredos de legajos. Atado por ella, el hombre de carne se hacía hombre de papel. Era el amanecer. El reloj del comedor acababa de dar la seis de la tarde.

IV
Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo. Cierta noche, Don Marcial se ensangrentó las carnes con una correa, sintiendo luego un deseo mayor, pero de corta duración. Fue entonces cuando la Marquesa volvió, una tarde, de su paseo a las orillas del Almendares. Los caballos de la calesa no traían en las crines más humedad que la del propio sudor. Pero, durante todo el resto del día, dispararon coces a las tablas de la cuadra, irritados, al parecer, por la inmovilidad de nubes bajas.
Al crepúsculo, una tinaja llena de agua se rompió en el baño de la Marquesa. Luego, las lluvias de mayo rebosaron el estanque. Y aquella negra vieja, con tacha de cimarrona y palomas debajo de la cama, que andaba por el patio murmurando: "¡Desconfía de los ríos, niña; desconfía de lo verde que corre!" No había día en que el agua no revelara su presencia. Pero esa presencia acabó por no ser más que una jícara derramada sobre el vestido traído de París, al regreso del baile aniversario dado por el Capitán General de la Colonia.
Reaparecieron muchos parientes. Volvieron muchos amigos. Ya brillaban, muy claras, las arañas del gran salón. Las grietas de la fachada se iban cerrando. El piano regresó al clavicordio. Las palmas perdían anillos. Las enredaderas saltaban la primera cornisa. Blanquearon las ojeras de la Ceres y los capiteles parecieron recién tallados. Más fogoso Marcial solía pasarse tardes enteras abrazando a la Marquesa. Borrábanse patas de gallina, ceños y papadas, y las carnes tornaban a su dureza. Un día, un olor de pintura fresca llenó la casa.
V
Los rubores eran sinceros. Cada noche se abrían un poco más las hojas de los biombos, las faldas caían en rincones menos alumbrados y eran nuevas barreras de encajes. Al fin la Marquesa sopló las lámparas. Sólo él habló en la obscuridad. Partieron para el ingenio, en gran tren de calesas -relumbrante de grupas alazanas, bocados de plata y charoles al sol. Pero, a la sombra de las flores de Pascua que enrojecían el soportal interior de la vivienda, advirtieron que se conocían apenas. Marcial autorizó danzas y tambores de Nación, para distraerse un poco en aquellos días olientes a perfumes de Colonia, baños de benjuí, cabelleras esparcidas, y sábanas sacadas de armarios que, al abrirse, dejaban caer sobre las lozas un mazo de vetiver. El vaho del guarapo giraba en la brisa con el toque de oración. Volando bajo, las auras anunciaban lluvias reticentes, cuyas primeras gotas, anchas y sonoras, eran sorbidas por tejas tan secas que tenían diapasón de cobre. Después de un amanecer alargado por un abrazo deslucido, aliviados de desconciertos y cerrada la herida, ambos regresaron a la ciudad. La Marquesa trocó su vestido de viaje por un traje de novia, y, como era costumbre, los esposos fueron a la iglesia para recobrar su libertad. Se devolvieron presentes a parientes y amigos, y, con revuelo de bronces y alardes de jaeces, cada cual tomó la calle de su morada. Marcial siguió visitando a María de las Mercedes por algún tiempo, hasta el día en que los anillos fueron llevados al taller del orfebre para ser desgrabados. Comenzaba, para Marcial, una vida nueva. En la casa de las rejas, la Ceres fue sustituida por una Venus italiana, y los mascarones de la fuente adelantaron casi imperceptiblemente el relieve al ver todavía encendidas, pintada ya el alba, las luces de los velones.

VI
Una noche, después de mucho beber y marearse con tufos de tabaco frío, dejados por sus amigos, Marcial tuvo la sensación extraña de que los relojes de la casa daban las cinco, luego las cuatro y media, luego las cuatro, luego las tres y media... Era como la percepción remota de otras posibilidades. Como cuando se piensa, en enervamiento de vigilia, que puede andarse sobre el cielo raso con el piso por cielo raso, entre muebles firmemente asentados entre las vigas del techo. Fue una impresión fugaz, que no dejó la menor huella en su espíritu, poco llevado, ahora, a la meditación.
Y hubo un gran sarao, en el salón de música, el día en que alcanzó la minoría de edad. Estaba alegre, al pensar que su firma había dejado de tener un valor legal, y que los registros y escribanías, con sus polillas, se borraban de su mundo. Llegaba al punto en que los tribunales dejan de ser temibles para quienes tienen una carne desestimada por los códigos. Luego de achisparse con vinos generosos, los jóvenes descolgaron de la pared una guitarra incrustada de nácar, un salterio y un serpentón. Alguien dio cuerda al reloj que tocaba la Tirolesa de las Vacas y la Balada de los Lagos de Escocia.
Otro embocó un cuerno de caza que dormía, enroscado en su cobre, sobre los fieltros encarnados de la vitrina, al lado de la flauta traversera traída de Aranjuez. Marcial, que estaba requebrando atrevidamente a la de Campoflorido, se sumó al guirigay, buscando en el teclado, sobre bajos falsos, la melodía del Trípili-Trápala. Y subieron todos al desván, de pronto, recordando que allá, bajo vigas que iban recobrando el repello, se guardaban los trajes y libreas de la Casa de Capellanías. En entrepaños escarchados de alcanfor descansaban los vestidos de corte, un espadín de Embajador, varias guerreras emplastronadas, el manto de un Príncipe de la Iglesia, y largas casacas, con botones de damasco y difuminos de humedad en los pliegues. Matizáronse las penumbras con cintas de amaranto, miriñaques amarillos, túnicas marchitas y flores de terciopelo. Un traje de chispero con redecilla de borlas, nacido en una mascarada de carnaval, levantó aplausos.
La de Campoflorido redondeó los hombros empolvados bajo un rebozo de color de carne criolla, que sirviera a cierta abuela, en noche de grandes decisiones familiares, para avivar los amansados fuegos de un rico Síndico de Clarisas.
Disfrazados regresaron los jóvenes al salón de música. Tocado con un tricornio de regidor, Marcial pegó tres bastonazos en el piso, y se dio comienzo a la danza de la valse, que las madres hallaban terriblemente impropio de señoritas, con eso de dejarse enlazar por la cintura, recibiendo manos de hombre sobre las ballenas del corset que todas se habían hecho según el reciente patrón de "El Jardín de las Modas". Las puertas se obscurecieron de fámulas, cuadrerizos, sirvientes, que venían de sus lejanas dependencias y de los entresuelos sofocantes para admirarse ante fiesta de tanto alboroto. Luego se jugó a la gallina ciega y al escondite. Marcial, oculto con la de Campoflorido detrás de un biombo chino, le estampó un beso en la nuca, recibiendo en respuesta un pañuelo perfumado, cuyos encajes de Bruselas guardaban suaves tibiezas de escote. Y cuando las muchachas se alejaron en las luces del crepúsculo, hacia las atalayas y torreones que se pintaban en grisnegro sobre el mar, los mozos fueron a la Casa de Baile, donde tan sabrosamente se contoneaban las mulatas de grandes ajorcas, sin perder nunca -así fuera de movida una guaracha- sus zapatillas de alto tacón. Y como se estaba en carnavales, los del Cabildo Arará Tres Ojos levantaban un trueno de tambores tras de la pared medianera, en un patio sembrado de granados. Subidos en mesas y taburetes, Marcial y sus amigos alabaron el garbo de una negra de pasas entrecanas, que volvía a ser hermosa, casi deseable, cuando miraba por sobre el hombro, bailando con altivo mohín de reto.

VII
Las visitas de Don Abundio, notario y albacea de la familia, eran más frecuentes. Se sentaba gravemente a la cabecera de la cama de Marcial, dejando caer al suelo su bastón de ácana para despertarlo antes de tiempo. Al abrirse, los ojos tropezaban con una levita de alpaca, cubierta de caspa, cuyas mangas lustrosas recogían títulos y rentas. Al fin sólo quedó una pensión razonable, calculada para poner coto a toda locura. Fue entonces cuando Marcial quiso ingresar en el Real Seminario de San Carlos.
Después de mediocres exámenes, frecuentó los claustros, comprendiendo cada vez menos las explicaciones de los dómines. El mundo de las ideas se iba despoblando. Lo que había sido, al principio, una ecuménica asamblea de peplos, jubones, golas y pelucas, controversistas y ergotantes, cobraba la inmovilidad de un museo de figuras de cera. Marcial se contentaba ahora con una exposición escolástica de los sistemas, aceptando por bueno lo que se dijera en cualquier texto. "León", "Avestruz", Ballena", "Jaguar", leíase sobre los grabados en cobre de la Historia Natural. Del mismo modo, "Aristóteles", "Santo Tomás", Bacon", "Descartes", encabezaban páginas negras, en que se catalogaban aburridamente las interpretaciones del universo, al margen de una capitular espesa. Poco a poco, Marcial dejó de estudiarlas, encontrándose librado de un gran peso. Su mente se hizo alegre y ligera, admitiendo tan sólo un concepto instintivo de las cosas. ¿Para qué pensar en el prisma, cuando la luz clara de invierno daba mayores detalles a las fortalezas del puerto? Una manzana que cae del árbol sólo es incitación para los dientes. Un pie en una bañadera no pasa de ser un pie en una bañadera. El día que abandonó el Seminario, olvidó los libros. El gnomon recobró su categoría de duende: el espectro fue sinónimo de fantasma; el octandro era bicho acorazado, con púas en el lomo.
Varias veces, andando pronto, inquieto el corazón, había ido a visitar a las mujeres que cuchicheaban, detrás de puertas azules, al pie de las murallas. El recuerdo de la que llevaba zapatillas bordadas y hojas de albahaca en la oreja lo perseguía, en tardes de calor, como un dolor de muelas. Pero, un día, la cólera y las amenazas de un confesor le hicieron llorar de espanto. Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse por hollar el umbral de los perfumes.
Ahora vivía su crisis mística, poblada de detentes, corderos pascuales, palomas de porcelana, Vírgenes de manto azul celeste, estrellas de papel dorado, Reyes Magos, ángeles con alas de cisne, el Asno, el Buey, y un terrible San Dionisio que se le aparecía en sueños, con un gran vacío entre los hombros y el andar vacilante de quien busca un objeto perdido. Tropezaba con la cama y Marcial despertaba sobresaltado, echando mano al rosario de cuentas sordas. Las mechas, en sus pocillos de aceite, daban luz triste a imágenes que recobraban su color primero.


VIII
Los muebles crecían. Se hacía más difícil sostener los antebrazos sobre el borde de la mesa del comedor. Los armarios de cornisas labradas ensanchaban el frontis. Alargando el torso, los moros de la escalera acercaban sus antorchas a los balaustres del rellano. Las butacas eran mas hondas y los sillones de mecedora tenían tendencia a irse para atrás. No había ya que doblar las piernas al recostarse en el fondo de la bañadera con anillas de mármol.
Una mañana en que leía un libro licencioso, Marcial tuvo ganas, súbitamente, de jugar con los soldados de plomo que dormían en sus cajas de madera. Volvió a ocultar el tomo bajo la jofaina del lavabo, y abrió una gaveta sellada por las telarañas. La mesa de estudio era demasiado exigua para dar cabida a tanta gente. Por ello, Marcial se sentó en el piso. Dispuso los granaderos por filas de ocho. Luego, los oficiales a caballo, rodeando al abanderado. Detrás, los artilleros, con sus cañones, escobillones y botafuegos. Cerrando la marcha, pífanos y timbales, con escolta de redoblantes. Los morteros estaban dotados de un resorte que permitía lanzar bolas de vidrio a más de un metro de distancia.
-¡Pum!... ¡Pum!... ¡Pum!...
Caían caballos, caían abanderados, caían tambores. Hubo de ser llamado tres veces por el negro Eligio, para decidirse a lavarse las manos y bajar al comedor.
Desde ese día, Marcial conservó el hábito de sentarse en el enlosado. Cuando percibió las ventajas de esa costumbre, se sorprendió por no haberlo pensando antes. Afectas al terciopelo de los cojines, las personas mayores sudan demasiado. Algunas huelen a notario -como Don Abundio- por no conocer, con el cuerpo echado, la frialdad del mármol en todo tiempo. Sólo desde el suelo pueden abarcarse totalmente los ángulos y perspectivas de una habitación. Hay bellezas de la madera, misteriosos caminos de insectos, rincones de sombra, que se ignoran a altura de hombre. Cuando llovía, Marcial se ocultaba debajo del clavicordio. Cada trueno hacía temblar la caja de resonancia, poniendo todas las notas a cantar. Del cielo caían los rayos para construir aquella bóveda de calderones -órgano, pinar al viento, mandolina de grillos.

IX
Aquella mañana lo encerraron en su cuarto. Oyó murmullos en toda la casa y el almuerzo que le sirvieron fue demasiado suculento para un día de semana. Había seis pasteles de la confitería de la Alameda -cuando sólo dos podían comerse, los domingos, después de misa. Se entretuvo mirando estampas de viaje, hasta que el abejeo creciente, entrando por debajo de las puertas, le hizo mirar entre persianas. Llegaban hombres vestidos de negro, portando una caja con agarraderas de bronce.
Tuvo ganas de llorar, pero en ese momento apareció el calesero Melchor, luciendo sonrisa de dientes en lo alto de sus botas sonoras. Comenzaron a jugar al ajedrez. Melchor era caballo. Él, era Rey. Tomando las losas del piso por tablero, podía avanzar de una en una, mientras Melchor debía saltar una de frente y dos de lado, o viceversa. El juego se prolongó hasta más allá del crepúsculo, cuando pasaron los Bomberos del Comercio.
Al levantarse, fue a besar la mano de su padre que yacía en su cama de enfermo. El Marqués se sentía mejor, y habló a su hijo con el empaque y los ejemplos usuales. Los "Sí, padre" y los "No, padre", se encajaban entre cuenta y cuenta del rosario de preguntas, como las respuestas del ayudante en una misa. Marcial respetaba al Marqués, pero era por razones que nadie hubiera acertado a suponer. Lo respetaba porque era de elevada estatura y salía, en noches de baile, con el pecho rutilante de condecoraciones: porque le envidiaba el sable y los entorchados de oficial de milicias; porque, en Pascuas, había comido un pavo entero, relleno de almendras y pasas, ganando una apuesta; porque, cierta vez, sin duda con el ánimo de azotarla, agarró a una de las mulatas que barrían la rotonda, llevándola en brazos a su habitación. Marcial, oculto detrás de una cortina, la vio salir poco después, llorosa y desabrochada, alegrándose del castigo, pues era la que siempre vaciaba las fuentes de compota devueltas a la alacena.
El padre era un ser terrible y magnánimo al que debía amarse después de Dios. Para Marcial era más Dios que Dios, porque sus dones eran cotidianos y tangibles. Pero prefería el Dios del cielo, porque fastidiaba menos.

X
Cuando los muebles crecieron un poco más y Marcial supo como nadie lo que había debajo de las camas, armarios y vargueños, ocultó a todos un gran secreto: la vida no tenía encanto fuera de la presencia del calesero Melchor. Ni Dios, ni su padre, ni el obispo dorado de las procesiones del Corpus, eran tan importantes como Melchor.
Melchor venía de muy lejos. Era nieto de príncipes vencidos. En su reino había elefantes, hipopótamos, tigres y jirafas. Ahí los hombres no trabajaban, como Don Abundio, en habitaciones obscuras, llenas de legajos. Vivían de ser más astutos que los animales. Uno de ellos sacó el gran cocodrilo del lago azul, ensartándolo con una pica oculta en los cuerpos apretados de doce ocas asadas. Melchor sabía canciones fáciles de aprender, porque las palabras no tenían significado y se repetían mucho. Robaba dulces en las cocinas; se escapaba, de noche, por la puerta de los cuadrerizos, y, cierta vez, había apedreado a los de la guardia civil, desapareciendo luego en las sombras de la calle de la Amargura.
En días de lluvia, sus botas se ponían a secar junto al fogón de la cocina. Marcial hubiese querido tener pies que llenaran tales botas. La derecha se llamaba Calambín. La izquierda, Calambán. Aquel hombre que dominaba los caballos cerreros con sólo encajarles dos dedos en los belfos; aquel señor de terciopelos y espuelas, que lucía chisteras tan altas, sabía también lo fresco que era un suelo de mármol en verano, y ocultaba debajo de los muebles una fruta o un pastel arrebatados a las bandejas destinadas al Gran Salón. Marcial y Melchor tenían en común un depósito secreto de grageas y almendras, que llamaban el "Urí, urí, urá", con entendidas carcajadas. Ambos habían explorado la casa de arriba abajo, siendo los únicos en saber que existía un pequeño sótano lleno de frascos holandeses, debajo de las cuadras, y que en desván inútil, encima de los cuartos de criadas, doce mariposas polvorientas acababan de perder las alas en caja de cristales rotos.

XI
Cuando Marcial adquirió el hábito de romper cosas, olvidó a Melchor para acercarse a los perros. Había varios en la casa. El atigrado grande; el podenco que arrastraba las tetas; el galgo, demasiado viejo para jugar; el lanudo que los demás perseguían en épocas determinadas, y que las camareras tenían que encerrar.
Marcial prefería a Canelo porque sacaba zapatos de las habitaciones y desenterraba los rosales del patio. Siempre negro de carbón o cubierto de tierra roja, devoraba la comida de los demás, chillaba sin motivo y ocultaba huesos robados al pie de la fuente. De vez en cuando, también, vaciaba un huevo acabado de poner, arrojando la gallina al aire con brusco palancazo del hocico. Todos daban de patadas al Canelo. Pero Marcial se enfermaba cuando se lo llevaban. Y el perro volvía triunfante, moviendo la cola, después de haber sido abandonado más allá de la Casa de Beneficencia, recobrando un puesto que los demás, con sus habilidades en la caza o desvelos en la guardia, nunca ocuparían.
Canelo y Marcial orinaban juntos. A veces escogían la alfombra persa del salón, para dibujar en su lana formas de nubes pardas que se ensanchaban lentamente. Eso costaba castigo de cintarazos.
Pero los cintarazos no dolían tanto como creían las personas mayores. Resultaban, en cambio, pretexto admirable para armar concertantes de aullidos, y provocar la compasión de los vecinos. Cuando la bizca del tejadillo calificaba a su padre de "bárbaro", Marcial miraba a Canelo, riendo con los ojos. Lloraban un poco más, para ganarse un bizcocho y todo quedaba olvidado. Ambos comían tierra, se revolcaban al sol, bebían en la fuente de los peces, buscaban sombra y perfume al pie de las albahacas. En horas de calor, los canteros húmedos se llenaban de gente. Ahí estaba la gansa gris, con bolsa colgante entre las patas zambas; el gallo viejo de culo pelado; la lagartija que decía "urí, urá", sacándose del cuello una corbata rosada; el triste jubo nacido en ciudad sin hembras; el ratón que tapiaba su agujero con una semilla de carey. Un día señalaron el perro a Marcial.
-¡Guau, guau! -dijo.
Hablaba su propio idioma. Había logrado la suprema libertad. Ya quería alcanzar, con sus manos, objetos que estaban fuera del alcance de sus manos.
 
XII
Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado el bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por todos los poros. Entonces cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente, húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida.
Pero ahora el tiempo corrió más pronto, adelgazando sus últimas horas. Los minutos sonaban a glissando de naipes bajo el pulgar de un jugador.
Las aves volvieron al huevo en torbellino de plumas. Los peces cuajaron la hueva, dejando una nevada de escamas en el fondo del estanque. Las palmas doblaron las pencas, desapareciendo en la tierra como abanicos cerrados. Los tallos sorbían sus hojas y el suelo tiraba de todo lo que le perteneciera. El trueno retumbaba en los corredores. Crecían pelos en la gamuza de los guantes. Las mantas de lana se destejían, redondeando el vellón de carneros distantes. Los armarios, los vargueños, las camas, los crucifijos, las mesas, las persianas, salieron volando en la noche, buscando sus antiguas raíces al pie de las selvas.
Todo lo que tuviera clavos se desmoronaba. Un bergantín, anclado no se sabía dónde, llevó presurosamente a Italia los mármoles del piso y de la fuente. Las panoplias, los herrajes, las llaves, las cazuelas de cobre, los bocados de las cuadras, se derretían, engrosando un río de metal que galerías sin techo canalizaban hacia la tierra. Todo se metamorfoseaba, regresando a la condición primera. El barro volvió al barro, dejando un yermo en lugar de la casa.

XIII
Cuando los obreros vinieron con el día para proseguir la demolición, encontraron el trabajo acabado. Alguien se había llevado la estatua de Ceres, vendida la víspera a un anticuario. Después de quejarse al Sindicato, los hombres fueron a sentarse en los bancos de un parque municipal. Uno recordó entonces la historia, muy difuminada, de una Marquesa de Capellanías, ahogada, en tarde de mayo, entre las malangas del Almendares. Pero nadie prestaba atención al relato, porque el sol viajaba de oriente a occidente, y las horas que crecen a la derecha de los relojes deben alargarse por la pereza, ya que son las que más seguramente llevan a la muerte.



"Los come-muertos" de José Rafael Pocaterra

LOS COME-MUERTOS
José Rafael Pocaterra

No; no es una historia de chacales, de hienas o de cuervos; no es, siquiera, una leyenda de necrófagos. Es apenas uno relación corta, un poco triste, un poco pueril, donde hay infancia, el cielo brumoso de un diciembre rovinciano, la carita triste de una niña que se pone a llorar.

II

Los Giuseppe eran una, familia calabresa, hambrienta, desarrapada y sucia que vivían en un rincón de tierra en una cabaña hecha de pedazos de palo, de duelas, de restos de urnas robados en el Cementerio de Morillo, una de cuyas tapias derruidas lindaba con la viviendo de los Giuseppe, si es que puede llamarse viviendo un cacho de tierra colorada, diez o doce matas de cambur, un mango, y bajo el mango los techos de la zahúrda de latas y piedras, y bajo la casa, la familia: dos muchachos comochos o hachazos, con los brazos muy largos y las manos muy grandes y los pies enormes. Rojos, de pelambre erizada como los pelos de los gatos monteses y que áyudaban al viejo en trabajos de mozo de cuadra en la ciudad a veces, y a veces en el merodeo de los corrales. Además, una chica rubia, también pecosa y pelirroja, con nombre lindo de princesa: Mafalda. Cuatro cacharros, hambre, vagancia, fealdad del paisaje, de los habitadores, del concepto mismo que tenía la ciudad hacia aquel torpe rincón de cementerio donde vivían unos italianos que "comían muertos'.

III

-Los.come-muertos! !Los come-muertos!
Y todos los chiquillos, cuando pillábamos de paso a la pelirroja y a sus hermanos, los acosábamos a motes, a injurias, a pedradas.. Sólo el viejo -torvo, mugriento, con una de esas barbas aborrascadas que no terminan de crecer nunca y la pipa de barro colgándole de lo mandíbula-, se libraba de nuestra agresión. Inspiraba temor aquel calabrés de hombros cuadrados y aire vago de sepulturero...

IV

Un día, Giuseppe padre fue arrestado. Parece que sé desaparecieron unas gallinas muy gordas del corral de las Hermanitas de los Pobres; qué sé yo — Lo vimos desfilar, amarrado por las muñecas, feroz y sombrío, entre dos agentes que le empujaban, brutales, calle abajo. Tenía el traje más desgarrado que de costumbre y marchaba cabizbajo, tambaleante, avergonzado probablemente de su horrible delito, con las faldas de lo camisa por fuero, al extremo de un eterno chaleco de casimir indefinible que usaba o manero de chaqueta. Cobardes como seres débiles, como mujeres, como hombres mal sexuados, gritamos todos al paso del vagabundo: ¿tullo, Come-muerto! Y seguimos gritando, en procesión tras del cortejo, por muchas cuadras. En seguida alguien tuvo una idea luminosa: -Ahora que están solos los hijos de Come-muerto, vamos a tirarles piedras.

V

Caímos como una tromba sobre !a barraca. Los dos Giuseppe contestaron al ataque vigorosamente, rechazándonos a pedrada limpia desde las bardos del corral. De los doce o trece que éramos, alguno se retiró cojeando, otro con la cabeza rota y un tercero al tratar de huir ante la furiosa carga que los dos muchachos, desesperados, intentaron más allá de lo palizada, rodó barranco abajo, estropeándose lo nariz.
Pero cercados por todas partes, lapidados por veinte manos, tuvieron que ampararse de nuevo tras las tapias de lo vivienda.
No obstante, nos tenían a raya. Sus pedradas, certeras, furiosas, pasaban zumbando por nuestros oídos. Otras dos bajas; une que gritó al lado mío poniéndose ambas manes sobre un ojo, otro que saltaba en una sola pierna, cogiéndose el pie aporreado en lo altó del muslo:

-Ay, carrizo, ayayay, carrizo!

El ala de la derrota batió un instante sobre nosotros. Hubo una vacilación, Pero alguno, estratégico, me gritó:
-iTú, que te metas por el cementerio y los cojas de atrás pa alante!

Comprendí. Y sin vacilar, los ojos inyectados de ira y los bolsillos repletos de piedras, trepé ,lo tapia, y con un "guarataro" en cada mano, por entre las tumbas viejísimas, de ahora un siglo, y los montículos cubiertos de ásperos cujíes y las cruces de madera podrida, avancé, cauteloso, con todo el instinto malvado de la asechanza, en plena alevosía de pequeña alimaña feroz.

A pocas varas, entre dos sarcófagos, uno sombra fugitiva, un harapo oscuro, un ser que huía, trató de ocultarse tras de una tumba, pero antes de conseguirlo, una certera pedrada lo tendió, pataleando, entre la hierba.

Corrí hacia mi presa lanzando un alarido de triunfo. Sobre un montículo cubierto de yerbajos, uña fosa sin duda, estaba Mafalda, la peli-roja. Tenía la frente abierta por un golpe horrible, y un hilillo de sangre iba desde la sien hasta la hierba, trazando un caminito rojo, muy delgado; era como la cinta encarnada del rabo de los "papagayos".

Entorpecido, alocado, corrí hacia la muchachita caída que abría los ojos llenos de estupor...

Luego se llevó la mano a la herida, sintióse la humedad de la satígre y rompió a llorar:

-ISon ellos, son ellos! A mí no me hagan nada; yo no sé tirar piedras...

Y arrodillada, se arrastraba a mis pies, las mechas en desorden, semejante a una gran trágica, con todo el pelo rojo como una llamarada.

Ya no sé cómo ni cuándo la tuve sobre mi brazo; con mi pañuelo sequé en su rostro lágrimas y sangre, y luego le vendé la frente.

Lloraba a pequeños sollozos y explicaba que huyendo de la pedrea había saltado la tapia refugiándose en el cementerio.

Estaba avergonzado, lleno de dolor y de desesperación contra los demás, contra mí mismo.

Cuando, ya mas tranquila, la guiaba para salir de aquel recinto lleno de frescuras vegetales, de vetustez de piedra, del misterioso encanto que tienen las tierras donde los hombres duermen para siempre, Mafalda me miraba a los ojos con sus pupilas amarillentas como las de una bestezuela asustada.
Había un gran silencio; una suave paz en la tarde. Los otros, o habían huido o reñían ya lejos ...

VI

En la tapia, al saltar, apoyando sus manecitas en mis hombros, acercó a mí su carita pecosa, sucia, con la frente vendada y sangrienta.

Todavía recuerdo aquella expresión de sus ojos amarillentos que tenían la dulzura de la tarde amarilla sobre las tumbas.

-Ya tú ves que yo no tengo la culpa. Pero no vuelvas a venir con ellos que son malos y nos tiran piedras...

VII

Yo no supe cómo explicar en casa por qué tenía las manos y el traje manchados, de sangre. No lo supe explicar entonces. Hoy tampoco podría hacerlo.

miércoles, 15 de abril de 2015

(VIDEO) Violencia en el noviazgo (De lo que tod@s quieren hablar)

"De lo que todas y todos quieren hablar" es nuestra serie sobre salud sexual y reproductiva, ¿Has vivido alguna vez violencia en tu noviazgo? ¿Sabes de alguien que la haya vivido? ¡No te pierdas este video!

martes, 14 de abril de 2015

(VIDEO) Librito de la Mancha: "Uno Menos"



Nuestro gato lector, Librito, nos presenta el cuento "Uno menos", de Alicia Yanez Cossio. No dejes que te lo cuenten, léelo tú!

 
UNO MENOS
Alicia Yánez Cossío



"La muerte es como un camello negro que se
arrodilla ante las puertas de todas las casas." Abd-El Kader

María Dolores tenía como doscientos años, se sentía bien, vivía contenta y saludable y no que-ría morirse. Todas las mañanas, apenas abría los ojos, tomaba sus pastillas contra la vejez. Guardaba en su mesa varios frascos de pastillas, gracias a la treta de ser cliente de algunos geriatras, quienes, atraídos por su innata simpatía y por la gracia con que relataba los acontecimientos de los tiempos viejos, le suministraban la medicina pasando por alto la prohibición de proporcionar las pastillas a las personas que hubieren llegado a cierta edad...

Cada uno de los médicos pensaba para sus adentros que una vieja más en el mundo no era delito, ni importaba mucho, pero le recomendaban cautela: no debía salir a la calle, debía mantenerse alejada de todos, y ser muy discreta para no llamar la atención. Pocos viejos en el mundo tenían la suerte y la cantidad de pastillas que María Dolores.

La superpoblación en las ciudades era increíble, nadie quería morirse: los centenares de hombres y mujeres que se habían hecho hibernar, consideraban que debían aprovechar hasta el fin el alto precio que habían tenido que pagar por sus respectivas prolongaciones de vida. Tenían que seguir viviendo hasta donde la técnica hiciera el milagro de la inmortalidad, aunque muchos debían llevar una existencia artificial, de laboratorio, y se sentían desubicados en un mundo tan extraño.

De todas formas, morir era más fácil que nacer. El nacimiento de un niño era un absurdo. De vez en cuando, algunas mujeres que se sentían solas pensaban que tal vez un hijo remediaría la situación. Luchaban por el derecho a la maternidad, a brazo partido, tratando de adquirir un espermatozoide artificial o natural pero ni los hombres ni los laboratorios se los daban sin una serie de requisitos casi imposibles de llenar. Estas mujeres, consideradas síquicamente anormales, luchaban por concebir y, cuando lograban concebir, luchaban como lobas resistiéndose al aborto. Debían permanecer escondidas porque la sociedad en que vivían las tachaba de egoístas. Nunca se vio una mujer grávida por las calles, eran repugnantes, y sus vidas valían menos que las de un insecto. Cuando lograban tener el hijo esperado y deseado, sus soledades disminuían, desaparecían sus respectivas neurosis, pero la presión de la sociedad era tal, y se sentían tan solas e impotentes, que casi siempre terminaban por arrepentirse dejando a un lado toda la pesada carga sicológica y material que era el hijo.

Había tan pocos niños en el mundo que no valía la pena el que hubiera casas cunas, ni colegios, ni sitios especiales para ellos. Los niños vagaban de un lado para otro como perros sin dueño, cuidándose entre ellos y esperando la oportunidad de hacerse hombres y mujeres para saber defenderse y bastarse a sí mismos.

También María Dolores se sentía sola y lejana. A veces, no podía apartar de su mente ciertos recuerdos de su infancia. Entonces tomaba algunas pastillas azules para lograr amnesias parciales. Se olvidaba de lo que quería olvidarse, pero, pasado el efecto, volvía a recordar lo mismo, lo cual no era razón suficiente para querer morirse. Vivía sola en una pequeña buhardilla con muchas de las comodidades de la época. No tenía amigos porque las gentes de su edad ya no existían. Sus parientes la detestaban por vieja, y los viejos que se habían hecho hibernar no servían para amigos de ella porque eran como espectadores asustados de una vida en la cual no tomaban parte, ni se integraban totalmente a ella.

Por fuerza de las circunstancias como era la soledad y el abandono, se hizo la gran amiga de los pocos niños que deambulaban por las calles de la ciudad. Eran cuatro o cinco los que se reunían en su buhardilla. Muchas veces, se quedaban a dormir con ella porque sus alfombras eran más confortables que el pasto o el cemento donde dormían, por lo general. Ella les contaba cosas fascinantes de los tiempos viejos que los hacían suspirar, y ellos le decían cosas extrañas y crueles. Pero el mundo era así, y a pesar de estos escollos pasaban largas horas hablando y hablan-do y haciéndose mutuamente compañía.

La vieja les daba comida y golosinas para que volvieran. Ellos siempre volvían y, cuando los niños se alejaban de ella, se quedaba triste. Pero esa tristeza no era suficiente razón para querer morirse. Teniendo la cantidad de pastillas que tenía, le importaba poco la opinión de la gente que no dejaba de mirarla mal, como si ella, por razón de su edad, ocupara un espacio más grande que el resto de la gente de menos años, en el apretado y confuso mundo.

Aquella tarde, ella y los niños habían conversado mu-chas cosas y se habían entretenido en cocinar el más extra-ño de los platos: una sopa. Cuando se despidieron, ella se asomó a la ventana de su altísima buhardilla para verlos caminar hacia sus soledades. Vio, un poco inquieta, cómo uno de ellos no tomó la vereda aérea, que debía tomar para cruzar la calle, sino que trató de cruzarla corriendo como para demostrar a sus amigos -y también al mundo- lo valiente que era, como desafiando a todos, o para demostrar que... María Dolores vio a los otros niños caminando sobre la cabeza del que iba debajo, y vio también un vehículo supersónico manejado por una mujer que aceleró toda la marcha y hasta vio cómo se desviaba unos metros para atropellar al niño.. Ella gritó con todas sus fuerzas. Los silenciadores absorbieron el alarido... El muchacho quedó aplastado en la calle como un bistec sin cocinar... Los otros niños se dieron a la fuga acicateados por el instinto de conservación... Las ruedas del vehículo marcaron en el pavimento unas paralelas de sangre.

La gente que transitaba de sus asuntos a su rutina y vio el espectáculo, se encogió de hombros y dijo: "Uno menos." Instantáneamente, apareció en el lugar un carro de limpieza y con una pala mecánica recogió los restos del niño. Los metió en su fondo, junto a la basura que traía. Luego limpió la calle con un chorro de agua y desapareció...

La vieja se dio cuenta de que estaba llorando, lo cual era muy raro porque esa misma mañana había tomado su dosis de pastillas para combatir la melancolía. Le costaba entender cómo la muerte del muchacho la estaba afectan-do tanto. Hacía muchos años que no lloraba. Hasta se había olvidado del sabor de las lágrimas. Con la punta de su lengua pescó una y la mordió como si se tratara de una
bolita de vidrio y ese vidrio molido le pasó raspando la laringe y le llegó al corazón.

La lágrima empezó a hacer su efecto por el organismo. Fue a la mesa de noche, tomó el frasco de las pastillas de la juventud que tanto le costaba conseguir, y por la ventana abierta lo estrelló contra el pavimento. No oyó ruido por-que estaba muy lejos, sólo vio que había caído en el mismo lugar donde fue aplastado el muchacho...

Cerró la ventana despidiéndose del conocido paisaje de tejados. Encendió la calefacción para estar más conforta-ble. Se sentó en su butaca favorita. Se secó las lágrimas acumuladas desde hace años que rodaban cuesta abajo por las viejas mejillas. Se puso la manta de lana que sabía el secreto de la artritis de sus rodillas. Extendió la mano bus-cando algo en el registro de su discoteca y encontró el botón del cassette más amable y lánguido para el momento: la música con la cual cerraba los ojos y se sumía de cabeza en el recuerdo: "Medieval and Renaissence Music for the Irish and Medieval Harps, Viele, Records Tambourin..."

Un médico le había dicho que cuando se sintiera deprimida y angustiada, respirara hondamente y escuchara esa música. Ella lo hacía, y su angustia se cambiaba en una suave tristeza tolerable, y amiga, semejante al espectáculo de cualquier atardecer.


La buhardilla se llenó de sonidos y de recuerdos. Ella cerró los ojos, cruzó las manos sobre las rodillas y se puso a esperar...

Al cabo de doscientos años de edad comprendió que había vivido demasiado y que no quería vivir más...



Alicia Yánez Cossío. Nació en Quito en 1929. Es una de las principales narradoras ecuatorianas. Entre sus principales obras se encuentran: Bruna, Soroche y los tíos, El beso y otras fricciones y Yo vendo unos ojos negros.

"No se culpe a nadie" de Julio Cortázar

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tonteria de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendria que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridiculo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, sunque su mano izquierda le duela cads vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

"El difunto yo" de Julio Garmendia



Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo —iba a decir "inseparable"—, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin limites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacia varios días que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fué siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni cuando.

Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.

—Puedes estar segura de que no es el cerebro —le dije. Y añadí hipócritamente:

—He perdido el sombrero.

—Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.

Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o seguimiento. A poco noté —o creí notar— que algunos transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios —¡Y qué sitios!— en donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fuí puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor circulación que había en la localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego —¿de quién otro podía ser?— y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:





"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre."



Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:

—Te vi por allá arriba...

0 bien:

—Te vi por allá abajo...

Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de coser y exclamó:

—¡Qué pálido estás!

—Me siento enfermo —le dije.

—Trastorno digestivo —diagnosticó—. Te prepararé un purgante y esta noche no comerás nada.

No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.

Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi vuelta, ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me retardaba en la calle mas de lo ordinario.

No obstante los incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez para prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más que perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego pudiera suceder que, al fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio sería difícil, si no imposible, componer en mucho tiempo una alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la que produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter ego, que empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa, acabó en una traición que no tiene igual en los anales de las peores traiciones... Este inicuo individuo...

Pero observo que la indignación —una indignación muy justificada, por lo demás— me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos. Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:

Salí aquella noche después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y me dijo, no obstante mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado un purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que mi regreso sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.

Con el fin de olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía de varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes sitios a horas desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos incidentes en los cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude colegir, pues no quise inquirir nada directamente ni tratar de esclarecer los puntos. Guardé bien mi secreto. Disimulé los hechos lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda importancia. Una discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas. Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en calma, pero mi mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y pesado, despertó a causa del ruido. Los ojos apenas entreabiertos, me preguntó entre dientes cómo me había sentado el purgante.

—¡El purgante! —exclamé—. Llego de la calle en este momento y no he visto ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no es posible!

Se desperezó largamente.

—Sí —me dijo— es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia... y estabas conmigo.. y...

— ... ¡Y!...

Comprendí el terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo amigo y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de horror, de ira. Mi mujer me vio palidecer.

—Efecto del purgante —dijo.

Aunque nadie, ni aun ella misma, había notado el delito de mi alter ego, la deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto. Las manos crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo estupor, salí de la alcoba en tanto que mi mujer, volviéndose de espaldas a la luz encendida, se dormía otra vez con la facilidad que da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas del techo con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de Jesusito, el loro. Seguramente hice ruido en el momento de abandonarme como un péndulo en el aire, pues Jesusito, despertándose, esponjó las plumas de la cabeza y me gritó, como solía hacerlo:

— ¡Adiós, Doctor!

Tengo razones para creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis movimientos desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se introdujo dentro de él. De este modo volvió a la alcoba conyugal, donde pasó el resto de la noche ocupado en prodigar a mi viuda las más ardientes caricias. Fundo esta creencia en el hecho insólito de que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor resonancia. En mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había desaparecido para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los amigos continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a mi alter ego, como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha dejado nunca de gritar:

—¡Adiós, Doctor!

Sin duda, mi alter ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente calculado en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron. Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los hechos que él se encargaría de presentarme en rápida y desconcertante sucesión. Determinó de antemano mi inquietud, mi angustia, mi desesperación; calculó exactamente la hora en que un cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al suicidio. Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que sólo un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar a cabo esta empresa. En primer lugar, el completo conocimiento que poseía de los más recónditos resortes de mi alma le facilitó los elementos necesarios para preparar sin error el plan de inducción al suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse pasar por mi mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me conocían, fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi voz, mis gestos, mi letra y en particular mi firma, y además conocía la combinación de mi pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron automáticamente a poder suyo, sin que las leyes, tan celosas en otros casos, intervinieran en manera alguna para evitar la iniquidad de que fui víctima. También se apoderó del crédito que había alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y correctos procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a diario, autorizado con su firma, que es la mía, el mismo aviso que dice:

"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre."