Nuestro gato lector, Librito, nos presenta el cuento "Uno menos", de Alicia Yanez Cossio. No dejes que te lo cuenten, léelo tú!
UNO
MENOS
Alicia
Yánez Cossío
"La muerte es como un
camello negro que se
arrodilla ante las puertas
de todas las casas." Abd-El Kader
María Dolores tenía
como doscientos años, se sentía bien, vivía contenta y saludable y
no que-ría morirse. Todas las mañanas, apenas abría los ojos,
tomaba sus pastillas contra la vejez. Guardaba en su mesa varios
frascos de pastillas, gracias a la treta de ser cliente de algunos
geriatras, quienes, atraídos por su innata simpatía y por la gracia
con que relataba los acontecimientos de los tiempos viejos, le
suministraban la medicina pasando por alto la prohibición de
proporcionar las pastillas a las personas que hubieren llegado a
cierta edad...
Cada uno de los médicos
pensaba para sus adentros que una vieja más en el mundo no era
delito, ni importaba mucho, pero le recomendaban cautela: no debía
salir a la calle, debía mantenerse alejada de todos, y ser muy
discreta para no llamar la atención. Pocos viejos en el mundo tenían
la suerte y la cantidad de pastillas que María Dolores.
La superpoblación en
las ciudades era increíble, nadie quería morirse: los centenares de
hombres y mujeres que se habían hecho hibernar, consideraban que
debían aprovechar hasta el fin el alto precio que habían tenido que
pagar por sus respectivas prolongaciones de vida. Tenían que seguir
viviendo hasta donde la técnica hiciera el milagro de la
inmortalidad, aunque muchos debían llevar una existencia artificial,
de laboratorio, y se sentían desubicados en un mundo tan extraño.
De todas formas, morir
era más fácil que nacer. El nacimiento de un niño era un absurdo.
De vez en cuando, algunas mujeres que se sentían solas pensaban que
tal vez un hijo remediaría la situación. Luchaban por el derecho a
la maternidad, a brazo partido, tratando de adquirir un
espermatozoide artificial o natural pero ni los hombres ni los
laboratorios se los daban sin una serie de requisitos casi imposibles
de llenar. Estas mujeres, consideradas síquicamente anormales,
luchaban por concebir y, cuando lograban concebir, luchaban como
lobas resistiéndose al aborto. Debían permanecer escondidas porque
la sociedad en que vivían las tachaba de egoístas. Nunca se vio una
mujer grávida por las calles, eran repugnantes, y sus vidas valían
menos que las de un insecto. Cuando lograban tener el hijo esperado y
deseado, sus soledades disminuían, desaparecían sus respectivas
neurosis, pero la presión de la sociedad era tal, y se sentían tan
solas e impotentes, que casi siempre terminaban por arrepentirse
dejando a un lado toda la pesada carga sicológica y material que era
el hijo.
Había tan pocos niños
en el mundo que no valía la pena el que hubiera casas cunas, ni
colegios, ni sitios especiales para ellos. Los niños vagaban de un
lado para otro como perros sin dueño, cuidándose entre ellos y
esperando la oportunidad de hacerse hombres y mujeres para saber
defenderse y bastarse a sí mismos.
También María Dolores
se sentía sola y lejana. A veces, no podía apartar de su mente
ciertos recuerdos de su infancia. Entonces tomaba algunas pastillas
azules para lograr amnesias parciales. Se olvidaba de lo que quería
olvidarse, pero, pasado el efecto, volvía a recordar lo mismo, lo
cual no era razón suficiente para querer morirse. Vivía sola en una
pequeña buhardilla con muchas de las comodidades de la época. No
tenía amigos porque las gentes de su edad ya no existían. Sus
parientes la detestaban por vieja, y los viejos que se habían hecho
hibernar no servían para amigos de ella porque eran como
espectadores asustados de una vida en la cual no tomaban parte, ni se
integraban totalmente a ella.
Por fuerza de las
circunstancias como era la soledad y el abandono, se hizo la gran
amiga de los pocos niños que deambulaban por las calles de la
ciudad. Eran cuatro o cinco los que se reunían en su buhardilla.
Muchas veces, se quedaban a dormir con ella porque sus alfombras eran
más confortables que el pasto o el cemento donde dormían, por lo
general. Ella les contaba cosas fascinantes de los tiempos viejos que
los hacían suspirar, y ellos le decían cosas extrañas y crueles.
Pero el mundo era así, y a pesar de estos escollos pasaban largas
horas hablando y hablan-do y haciéndose mutuamente compañía.
La vieja les daba comida
y golosinas para que volvieran. Ellos siempre volvían y, cuando los
niños se alejaban de ella, se quedaba triste. Pero esa tristeza no
era suficiente razón para querer morirse. Teniendo la cantidad de
pastillas que tenía, le importaba poco la opinión de la gente que
no dejaba de mirarla mal, como si ella, por razón de su edad,
ocupara un espacio más grande que el resto de la gente de menos
años, en el apretado y confuso mundo.
Aquella tarde, ella y
los niños habían conversado mu-chas cosas y se habían entretenido
en cocinar el más extra-ño de los platos: una sopa. Cuando se
despidieron, ella se asomó a la ventana de su altísima buhardilla
para verlos caminar hacia sus soledades. Vio, un poco inquieta, cómo
uno de ellos no tomó la vereda aérea, que debía tomar para cruzar
la calle, sino que trató de cruzarla corriendo como para demostrar a
sus amigos -y también al mundo- lo valiente que era, como desafiando
a todos, o para demostrar que... María Dolores vio a los otros niños
caminando sobre la cabeza del que iba debajo, y vio también un
vehículo supersónico manejado por una mujer que aceleró toda la
marcha y hasta vio cómo se desviaba unos metros para atropellar al
niño.. Ella gritó con todas sus fuerzas. Los silenciadores
absorbieron el alarido... El muchacho quedó aplastado en la calle
como un bistec sin cocinar... Los otros niños se dieron a la fuga
acicateados por el instinto de conservación... Las ruedas del
vehículo marcaron en el pavimento unas paralelas de sangre.
La gente que transitaba
de sus asuntos a su rutina y vio el espectáculo, se encogió de
hombros y dijo: "Uno menos." Instantáneamente, apareció
en el lugar un carro de limpieza y con una pala mecánica recogió
los restos del niño. Los metió en su fondo, junto a la basura que
traía. Luego limpió la calle con un chorro de agua y desapareció...
La vieja se dio cuenta
de que estaba llorando, lo cual era muy raro porque esa misma mañana
había tomado su dosis de pastillas para combatir la melancolía. Le
costaba entender cómo la muerte del muchacho la estaba afectan-do
tanto. Hacía muchos años que no lloraba. Hasta se había olvidado
del sabor de las lágrimas. Con la punta de su lengua pescó una y la
mordió como si se tratara de una
bolita de vidrio y ese
vidrio molido le pasó raspando la laringe y le llegó al corazón.
La lágrima empezó a
hacer su efecto por el organismo. Fue a la mesa de noche, tomó el
frasco de las pastillas de la juventud que tanto le costaba
conseguir, y por la ventana abierta lo estrelló contra el pavimento.
No oyó ruido por-que estaba muy lejos, sólo vio que había caído
en el mismo lugar donde fue aplastado el muchacho...
Cerró la ventana
despidiéndose del conocido paisaje de tejados. Encendió la
calefacción para estar más conforta-ble. Se sentó en su butaca
favorita. Se secó las lágrimas acumuladas desde hace años que
rodaban cuesta abajo por las viejas mejillas. Se puso la manta de
lana que sabía el secreto de la artritis de sus rodillas. Extendió
la mano bus-cando algo en el registro de su discoteca y encontró el
botón del cassette más amable y lánguido para el momento: la
música con la cual cerraba los ojos y se sumía de cabeza en el
recuerdo: "Medieval and Renaissence Music for the Irish and
Medieval Harps, Viele, Records Tambourin..."
Un médico le había
dicho que cuando se sintiera deprimida y angustiada, respirara
hondamente y escuchara esa música. Ella lo hacía, y su angustia se
cambiaba en una suave tristeza tolerable, y amiga, semejante al
espectáculo de cualquier atardecer.
La buhardilla se llenó
de sonidos y de recuerdos. Ella cerró los ojos, cruzó las manos
sobre las rodillas y se puso a esperar...
Al cabo de doscientos
años de edad comprendió que había vivido demasiado y que no quería
vivir más...
Alicia Yánez Cossío. Nació en
Quito en 1929. Es una de las principales narradoras ecuatorianas.
Entre sus principales obras se encuentran: Bruna, Soroche y los tíos,
El beso y otras fricciones y Yo vendo unos ojos negros.
muy bueno.....
ResponderBorrarGracias me sirvio de tarea 👍👊
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