martes, 14 de abril de 2015

(VIDEO) Librito de la Mancha: "Uno Menos"



Nuestro gato lector, Librito, nos presenta el cuento "Uno menos", de Alicia Yanez Cossio. No dejes que te lo cuenten, léelo tú!

 
UNO MENOS
Alicia Yánez Cossío



"La muerte es como un camello negro que se
arrodilla ante las puertas de todas las casas." Abd-El Kader

María Dolores tenía como doscientos años, se sentía bien, vivía contenta y saludable y no que-ría morirse. Todas las mañanas, apenas abría los ojos, tomaba sus pastillas contra la vejez. Guardaba en su mesa varios frascos de pastillas, gracias a la treta de ser cliente de algunos geriatras, quienes, atraídos por su innata simpatía y por la gracia con que relataba los acontecimientos de los tiempos viejos, le suministraban la medicina pasando por alto la prohibición de proporcionar las pastillas a las personas que hubieren llegado a cierta edad...

Cada uno de los médicos pensaba para sus adentros que una vieja más en el mundo no era delito, ni importaba mucho, pero le recomendaban cautela: no debía salir a la calle, debía mantenerse alejada de todos, y ser muy discreta para no llamar la atención. Pocos viejos en el mundo tenían la suerte y la cantidad de pastillas que María Dolores.

La superpoblación en las ciudades era increíble, nadie quería morirse: los centenares de hombres y mujeres que se habían hecho hibernar, consideraban que debían aprovechar hasta el fin el alto precio que habían tenido que pagar por sus respectivas prolongaciones de vida. Tenían que seguir viviendo hasta donde la técnica hiciera el milagro de la inmortalidad, aunque muchos debían llevar una existencia artificial, de laboratorio, y se sentían desubicados en un mundo tan extraño.

De todas formas, morir era más fácil que nacer. El nacimiento de un niño era un absurdo. De vez en cuando, algunas mujeres que se sentían solas pensaban que tal vez un hijo remediaría la situación. Luchaban por el derecho a la maternidad, a brazo partido, tratando de adquirir un espermatozoide artificial o natural pero ni los hombres ni los laboratorios se los daban sin una serie de requisitos casi imposibles de llenar. Estas mujeres, consideradas síquicamente anormales, luchaban por concebir y, cuando lograban concebir, luchaban como lobas resistiéndose al aborto. Debían permanecer escondidas porque la sociedad en que vivían las tachaba de egoístas. Nunca se vio una mujer grávida por las calles, eran repugnantes, y sus vidas valían menos que las de un insecto. Cuando lograban tener el hijo esperado y deseado, sus soledades disminuían, desaparecían sus respectivas neurosis, pero la presión de la sociedad era tal, y se sentían tan solas e impotentes, que casi siempre terminaban por arrepentirse dejando a un lado toda la pesada carga sicológica y material que era el hijo.

Había tan pocos niños en el mundo que no valía la pena el que hubiera casas cunas, ni colegios, ni sitios especiales para ellos. Los niños vagaban de un lado para otro como perros sin dueño, cuidándose entre ellos y esperando la oportunidad de hacerse hombres y mujeres para saber defenderse y bastarse a sí mismos.

También María Dolores se sentía sola y lejana. A veces, no podía apartar de su mente ciertos recuerdos de su infancia. Entonces tomaba algunas pastillas azules para lograr amnesias parciales. Se olvidaba de lo que quería olvidarse, pero, pasado el efecto, volvía a recordar lo mismo, lo cual no era razón suficiente para querer morirse. Vivía sola en una pequeña buhardilla con muchas de las comodidades de la época. No tenía amigos porque las gentes de su edad ya no existían. Sus parientes la detestaban por vieja, y los viejos que se habían hecho hibernar no servían para amigos de ella porque eran como espectadores asustados de una vida en la cual no tomaban parte, ni se integraban totalmente a ella.

Por fuerza de las circunstancias como era la soledad y el abandono, se hizo la gran amiga de los pocos niños que deambulaban por las calles de la ciudad. Eran cuatro o cinco los que se reunían en su buhardilla. Muchas veces, se quedaban a dormir con ella porque sus alfombras eran más confortables que el pasto o el cemento donde dormían, por lo general. Ella les contaba cosas fascinantes de los tiempos viejos que los hacían suspirar, y ellos le decían cosas extrañas y crueles. Pero el mundo era así, y a pesar de estos escollos pasaban largas horas hablando y hablan-do y haciéndose mutuamente compañía.

La vieja les daba comida y golosinas para que volvieran. Ellos siempre volvían y, cuando los niños se alejaban de ella, se quedaba triste. Pero esa tristeza no era suficiente razón para querer morirse. Teniendo la cantidad de pastillas que tenía, le importaba poco la opinión de la gente que no dejaba de mirarla mal, como si ella, por razón de su edad, ocupara un espacio más grande que el resto de la gente de menos años, en el apretado y confuso mundo.

Aquella tarde, ella y los niños habían conversado mu-chas cosas y se habían entretenido en cocinar el más extra-ño de los platos: una sopa. Cuando se despidieron, ella se asomó a la ventana de su altísima buhardilla para verlos caminar hacia sus soledades. Vio, un poco inquieta, cómo uno de ellos no tomó la vereda aérea, que debía tomar para cruzar la calle, sino que trató de cruzarla corriendo como para demostrar a sus amigos -y también al mundo- lo valiente que era, como desafiando a todos, o para demostrar que... María Dolores vio a los otros niños caminando sobre la cabeza del que iba debajo, y vio también un vehículo supersónico manejado por una mujer que aceleró toda la marcha y hasta vio cómo se desviaba unos metros para atropellar al niño.. Ella gritó con todas sus fuerzas. Los silenciadores absorbieron el alarido... El muchacho quedó aplastado en la calle como un bistec sin cocinar... Los otros niños se dieron a la fuga acicateados por el instinto de conservación... Las ruedas del vehículo marcaron en el pavimento unas paralelas de sangre.

La gente que transitaba de sus asuntos a su rutina y vio el espectáculo, se encogió de hombros y dijo: "Uno menos." Instantáneamente, apareció en el lugar un carro de limpieza y con una pala mecánica recogió los restos del niño. Los metió en su fondo, junto a la basura que traía. Luego limpió la calle con un chorro de agua y desapareció...

La vieja se dio cuenta de que estaba llorando, lo cual era muy raro porque esa misma mañana había tomado su dosis de pastillas para combatir la melancolía. Le costaba entender cómo la muerte del muchacho la estaba afectan-do tanto. Hacía muchos años que no lloraba. Hasta se había olvidado del sabor de las lágrimas. Con la punta de su lengua pescó una y la mordió como si se tratara de una
bolita de vidrio y ese vidrio molido le pasó raspando la laringe y le llegó al corazón.

La lágrima empezó a hacer su efecto por el organismo. Fue a la mesa de noche, tomó el frasco de las pastillas de la juventud que tanto le costaba conseguir, y por la ventana abierta lo estrelló contra el pavimento. No oyó ruido por-que estaba muy lejos, sólo vio que había caído en el mismo lugar donde fue aplastado el muchacho...

Cerró la ventana despidiéndose del conocido paisaje de tejados. Encendió la calefacción para estar más conforta-ble. Se sentó en su butaca favorita. Se secó las lágrimas acumuladas desde hace años que rodaban cuesta abajo por las viejas mejillas. Se puso la manta de lana que sabía el secreto de la artritis de sus rodillas. Extendió la mano bus-cando algo en el registro de su discoteca y encontró el botón del cassette más amable y lánguido para el momento: la música con la cual cerraba los ojos y se sumía de cabeza en el recuerdo: "Medieval and Renaissence Music for the Irish and Medieval Harps, Viele, Records Tambourin..."

Un médico le había dicho que cuando se sintiera deprimida y angustiada, respirara hondamente y escuchara esa música. Ella lo hacía, y su angustia se cambiaba en una suave tristeza tolerable, y amiga, semejante al espectáculo de cualquier atardecer.


La buhardilla se llenó de sonidos y de recuerdos. Ella cerró los ojos, cruzó las manos sobre las rodillas y se puso a esperar...

Al cabo de doscientos años de edad comprendió que había vivido demasiado y que no quería vivir más...



Alicia Yánez Cossío. Nació en Quito en 1929. Es una de las principales narradoras ecuatorianas. Entre sus principales obras se encuentran: Bruna, Soroche y los tíos, El beso y otras fricciones y Yo vendo unos ojos negros.

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